Lidia — Al sur de Ga’Til
Cuando se encontraron al día siguiente, no solo se unieron a ellas Kaíl y el guía, sino que también había con ellos dos mujeres, una cambia formas, llamada Grial, y una humana, Raisa. Ellas eran de Godo y Libben, respectivamente. Brujas ambas.
— Recibimos la información a través de un oráculo, su majestad — explicaba Grial. — Solicitamos nos permita acompañaros.
— Si el Hálito las ha enviado, yo no les negaré hacerlo — respondió Catanea.
Lidia se sintió esperanzada, pensando que, si tantas personas estaban siendo enviadas a ayudarles, no todo estaba perdido.
— Gracias, Majestad.
— Nos sentimos honradas.
— Por favor, basta de formalismos. Les suplico que no piensen en mí ahora como una reina, solo soy un hada intentando hacer lo correcto.
Llegaron a la cueva de los dragones a través de un naloy, invocado por el druida, ya que, aunque se hallaba sobre la costa del Océano del Sur, era bastante lejos de Ewen, hacia el poniente, en el límite con el reino de Cariad. Una vez allí, comenzaron su travesía a pie.
La caverna era inmensa, digna de dragones. Ingresaron allí, iluminados por antorchas y luces mágicas.
El viaje duró muchos días, algunas veces desfallecía y pensaba que todo era una locura, que nunca alcanzarían la tierra de los creadores, pero este tiempo también le dio la oportunidad de conocer mejor a sus acompañantes y generar camaradería entre todos.
El único que no se permitía acercarse a las hadas era Kin, que las miraba siempre con recelo y respondía a sus preguntas distante y con gruñidos. Poco antes de llegar a Ghina supo por qué. El dragón acababa de perder a su esposa e hija, por causa del hechizo realizado por sus súbditas. El dolor permanecía en él y se mantendría allí por mucho tiempo, ellas no tenían ningún derecho a juzgar su conducta ni a pedirle más de lo que ya hacía. Era demasiado que hubiera sido obediente con el Hálito al conducirlas, pues había recibido esta encomienda en sueños, ya que era un chamán.
***
Catanea – En la Cueva de los Dragones
En algún punto de la travesía, una luz resplandeció delante de ellos, era la señal inequívoca de que habían salido de las grutas, al acercarse pudieron percibir lo que parecía ser un páramo soleado, la fe de Catanea se renovó haciendo asomar una sonrisa en su rostro.
— ¿Hemos llegado? — Preguntó con entusiasmo.
Kin emitió un sonido sordo que no llegaba a ser ni un gruñido, quiso interpretarlo como una afirmación, pero pronto Kaíl respondió.
— Podría decirse que sí, pero... es decir, técnicamente esta región pertenece a Ghina — explicaba el elfo mientras asomaban a una planicie cubierta de hierba verde. — Pero no encontraremos aquí ningún damoni, ellos se concentran en las ciudades.
— Bueno, pero ya estamos aquí — intervino Flavia para después emitir una interjección de asombro al ver el cielo.
Catanea la imitó. No era el cielo lo que se veía allí, sino infinidad de luces mágicas, como las que ellos mismos habían conjurado para que les alumbraran el camino.
— Esto es...
— Es la llanura de la magia — resonó por primera vez la voz grave y áspera del dragón. — Cuando los Ilhin encerraron aquí a sus hijos, parte de la magia primigenia quedó en este lugar.
— Impresionante... — murmuró alguien detrás de ella.
— No se desvíen del camino, aunque parezca un páramo hermoso, es una visión engañosa — volvió a hablar Kin y avanzaron.
Fueron saliendo de la cueva uno tras otro y caminaban por una senda de piedras negras que dividía el llano.
***
Llilh – Puerto Lezzo, bajo Cariad, Ghina.
Desde el balcón de su habitación, Llilh podía ver los barcos atracar en el floreciente puerto, aunque no era la capital de la región, Lezzo era uno de los lugares con mayor actividad comercial. Hacía unos cientos de años que los habitantes del Mundo Superior habían empezado a visitar Ghina, y esto le dio un giro a la aburrida vida de los damoni cuyo único incentivo eran las lides y el sexo.
Ella, por su parte, estaba cansada de esta manera de vivir, añoraba los tiempos en los que creaba vida con sus manos. Los demás parecían haber olvidado la gloria pasada.
A través del río Vindur, se movía, acercándose, un barco que conocía bien, en otros tiempos ella había viajado en él asiduamente. Era el transporte de Salomón, el lanista.
Suspiró apesadumbrada y mudó su ropa por un vestido azul claro, con un bordado dorado en su escote y su cintura. Recogió su cabello, primero en una larga trenza y luego en un rodete. No deseaba que él pensara que estaría disponible.
Se hallaba en la cima de la escalera cuando él tocó a la puerta.
Afortunadamente, Salomón no llegó solo, varios guerreros lo acompañaban, eso significaba que no se quedaría.
— Llilh, tu belleza hace palidecer a la existencia misma – le habló aduladoramente.
Ella hizo un gesto con sus ojos que denotaba que se daba cuenta de su mentira. Y no era que no fuera hermosa, sino que todos los damoni lo eran, por tanto, no había nada que alabar.
— Es raro verte por aquí – respondió fingiendo desinterés.
— Me extrañas – afirmó el hombre con una sonrisa seductora.
Era tan pagado de sí mismo que asqueaba, aunque sin duda se contaba entre los más sensuales especímenes masculinos de su raza. Alto, de piel blanca y cabello oscuro y lacio que caía en forma desordenada en derredor de su armonioso rostro. Sus ojos cafés tenían forma sesgada y unas pestañas largas cuyo movimiento hacía desfallecer a la más exigente, además de una mirada tan intensa que desnudaba.