PRIMERA PARTE.
En el corazón de su reinado una malvada figura sentada en una gran silla de roble escudriñaba las afueras de su palacio a través de un ventanal. Los truenos retumbaban iluminando el sendero hasta que al fin vio figuras moviéndose entre los árboles. El malvado aguardaba la inminente llegada de esa muchacha de cabellos que recordaba largos haciendo que sus manos, aún ante su ausencia se muevan como cuando jalaba mechones hasta arrancarlos. Casi podía sentir su mirada desafiante que tanto adoraba verla convertirse en una de sufrimiento. En cambio al atravesar la puerta lo que vio lo desilusionó, en lugar de la tan anhelada joven sus sirvientes sin verlo a los ojos se arrodillaron, comunicando la muerte de Sayumi.
El amo y señor de esas tierras se enfureció, perdiendo la poca paciencia que le quedaba tras la larga espera. Levantándose de su trono, caminó a la velocidad de un rayo hasta acercarse al guardia que una vez ya había perdonado. Entonces, su mano atravesó el pecho del soldado. Él no esperaba que ella muriera de esa forma, solo quería someterla a su voluntad una vez más. Creía que la hanyō era más fuerte que eso.
—¿Y su cuerpo?— Interrogó a la mitad demonio aún paralizada por el cadáver a su lado.
—Se la llevó el Daiyokāi, mí señor.
—Entonces, ¿cómo sabes que está muerta?— Replicó. Estando un poco más tranquilo fue recuperando el brillo entusiasta en sus ojos al pensar que existía la posibilidad de recuperarla.
—Debe de estar muerta, estaba muy débil. Cómo le dijimos, no soportó la intervención.
Las carcajadas comenzaron a retumbar por todo el palacio haciendo temblar las paredes. No podría estar muerta, tantos años de sacrificio y ya casi podía terminar su conversión. Solo un poco más. Pero necesitaba que fuese ella, solo su estirpe podría darle todo lo que siempre se le había negado. Él merecía más. No había esperado todos estos años solo para acabar incompleto. Sayumi... Con ella completaría su transformación, porque era la clave de todo. La última descendiente de aquella demonio que lo había rechazado y convertido en un despojo.
Al demonio le encantaba rememorar sus antiguas hazañas porque cada uno de esos recuerdos le traían mucha dicha; en especial aquellos en los que recordaba las terribles cosas que le había hecho a su prometida Amaya o a su hijastra Sayumi. La hanyō guardaba cierto parecido con la mujer que amó. Según él, la había amado más que a nada, pero no era amor lo que sentía sino más bien obsesión. Y bien se sabe que obsesionarse con otra persona te puede llevar a cometer actos inconcebibles. El antiguo Hisao no soportó la sola idea de que eligiera a otro para pasar su vida, su odio creció al punto de querer destruirla.
Pero antes de hablar de tan despreciable ser, debemos remontarnos al tiempo de una joven Irasue. Si bien no se conocieron y no tuvieron relación alguna es para que tengáis una idea del tiempo. En la juventud de la Diosa Perro cuando apenas empezaba su relación con Inu no Taishō, existió una poderosa demonio que indirectamente los conectaba. Inu no Joō, llamada la Reina Perro fue su mentora y también ancestro de nuestra Sayumi, por el lado materno. Entre los demonios se cuenta que un poderoso enemigo logró vencerla, pero nadie está seguro de cómo ni cuándo. Un día simplemente Joō desapareció sin dejar rastros.
Inu no Joō fue 3 generaciones mayor que Irasue. Amada por muchos, odiada por otros la Reina era una buen demonio, todos le tenían un inmenso respeto y admiración, se mostraba bondadosa hacía los humanos; cuidaba de sus huérfanos, también de hanyōs desamparados. Cómo mentora de la Diosa le enseñó muchas cosas, pero nunca pudo hacer que tuviera simpatía por las personas. Poco y nada se sabía de su vida personal, aunque todos podían asegurar que no había tenido hijos por lo que trataba a Irasue, Inu no Taishō e Inu no Taisa como tal. Durante muchos años había mantenido una secreta amistad con Hisao, quién terminó siendo un demonio de muy bajo nivel, a quien salvó en una oportunidad.
Por si no lo recordaban Hisao solía ser humano, —en el prólogo se lo menciona por primera vez—, en su juventud lo único en lo que aspiraba en su vida fue llevar a cabo su oficio. Podría haber tenido un trabajo ordinario como todos los demás, pero para esos tiempos no era muy común ser caza demonios. Sus días estaban llenos de viajes y aventuras desde que había dejado de ser un soldado. Su determinación venía de vivir en carne propia los horrores de la guerra, aunque no por ver a hombres matándose entre sí, el ver sus cadáveres o los campos manchados de sangre. Sino que provenía tras matar a su primer demonio, como ellos no eran humanos no sentía ningún tipo de remordimiento al masacrarlos.
Durante uno de sus viajes de cacería había sido contratado por una mujer para vengar la muerte de su amante. En un principio el trabajo encargado le pareció sencillo, capturar al kyonshī que aterrorizaba a una pequeña aldea desde hacía unos meses, pero nada salió como lo esperaba y sin saberlo cayó en la trampa. El cazador no era el primero en ser víctima del engaño, un centenar de hombres antes que él también cometieron el error de confiar en sus palabras. La joven estaba siendo manipulada por la vampiresa con la promesa de devolverle a su amado a cambio de traerle a otros como alimento.
En un valle a las afueras de la aldea había una desvencijada choza que permanecía en silencio gran parte del día cómo si no estuviese habitada. Según la poca información que le habían proporcionado algunos niños a cambio de unos pocos dulces, allí vivía una mujer que no salía a la luz del sol. Siguiendo las indicaciones dadas llegó al acecho de su presa, se detuvo unos cuantos metros del sitio. Al amparo de los frondosos árboles, tras analizarlo por varios minutos decidió rodear la vivienda e intentar ingresar por la parte trasera.