Sábado, 21 de abril del 2018.
No podía dejar de mirar por la ventana. Esperando a ver, entre todas esas personas normales que se paseaban a través del cristal con sus hilos rojos, a una, como yo, que lo tenía cortado. Sentía que el tiempo pasaba realmente lento. Vi por segunda vez mi reloj. Ya eran las 05:06. Va a llegar tarde. O tal vez decida no llegar.
Nunca había tenido una por así decir cita. No tenía idea de que ponerme. Y jamás me preocupaba tanto por ello. Terminé poniéndome algo básico pero atractivo a mi parecer. Una camisa blanca de mangas largas —las cuales arremangué porque cuando me vi en el cristal me sentí muy formal—, y unos pantalones de mezclilla negros. Vamos Nathaniel, relájate. Quizá debería pedir un café. O no, mejor no. Va a sospechar que llegué antes de lo anticipado. Para ser exactos, 15 minutos antes. Y en ese tiempo tuve tiempo —valga la redundancia— de pensar en sí tenía los mismos problemas que yo. Yo estaba sentado en un sillón de affogato. El cual estaba muy solo, a excepción de una pareja joven un poco muy cariñosa en el fondo. Si se lo preguntan, no, sus hilos no están juntos.
Dejé de mirarlos porque era algo incómodo que te vieran besar a alguien, digo, creo que debe dar pena. Nunca he dado un beso apasionado. Siempre han sido cortos sin llegar a mucho. Como cuando voy de fiesta con amigos, trato de ignorar por un rato los hilos rojos. Aunque de igual manera. No logro llegar más allá de algunos besos, no he sido capaz.
Volví a mirar por la ventana, con la cara neutral, buscando con la mirada a Sharon. Y la vi, entrar y saludar al dueño del restaurante, muy amable ella. Me vio, y sonrió de oreja a oreja; he hice lo mismo. Me paré y le estreché la mano. Y después nos sentamos juntos en el sillón para dos.
— ¿Llegaste hace mucho? —preguntó ella.
—Oh no, recién acabo de llegar —Mentira.
—Qué bueno.
Una chica nos saludó, y nos dio la carta.
—Buenas tardes, yo quiero un brownie con helado, sin el líquido de café que le ponen siempre a la bola de nieve. Con un vaso de agua. Gracias —ordenó ella sin tomar la carta, y luego me miró, y rio un poco—. Soy cliente frecuente.
—Ya veo —sonrió y yo miré a la chica que nos atendía, le di ambas cartas—. Quiero lo mismo que ella, pero en vez de agua, café, y también quiero el líquido que le ponen al helado de café —La muchacha asintió y se fue.
— ¿Fanático del café?
—Cuando ingresas a la universidad te haces adicto a el —sonrió, y se relajó, se hundió más en el sillón.
— ¿Cuántos años tienes? —Me cuestionó, y se echó el cabello hacía atrás.
—18 años —Recargué mi brazo en el sillón. Agradecí a Dios el no haberme olvidado ponerme desodorante.
—Yo tengo 16 años.
—Lo imaginé cuando vi tu uniforme de preparatoria —Sobrecargué mi tobillo en mi rodilla a la derecha, que era el lado contrario a donde estaba ella, tampoco quería mancharla por accidente.
—Sí, bueno tengo mucho que preguntarte.
—Igual yo, pero no sé por dónde empezar.
—Hagamos algo, tú me preguntas y también respondes tu pregunta, luego yo, y así, ¿okey? —Ella propuso.
—Me parece —medité un poco lo que le preguntaría, aunque no hiciese falta hacerlo—. ¿Has tenido novia o novio?
—No —No sé por qué, pero el saber eso me hizo sonreír.
—Yo tampoco.
— ¿Tienes el hilo desde que tienes memoria? Yo sí.
—También. ¿Has tenido conflictos por ello?
—Mis padres se divorciaron por eso —admitió algo triste.
—Wow, yo pues no he llegado tan lejos.
— ¿Has seguido algún hilo rojo?
—Claro, aunque tampoco he gastado dinero en ello, porqué bueno, ni siquiera es mi hilo.
—Igual, aunque cuando se trata de tus padres si te dan ganas de pagar un piloto privado. El de mi padre está cruzando el mar. Y ya lleva varios matrimonios fallidos, pero lo que me detiene...
—Es que quieres que se conozcan de forma natural y en su debido tiempo —dije interrumpiéndola.
—Exacto. Aunque tengo una pequeña teoría.
—Cuéntamela —Llegó la comida, agradecimos, y mientras comíamos, ella comenzó a hablar.
—Quizás, nosotros somos una especie de cupidos. Sin las alas, sin los arcos, sin pañales, ya sabes, la imagen que el humano promedio se ha encargado de darle —Me quedé callado comiendo esperando a que prosiguiera—. Lo sé, tal vez suena muy loco, pero, debe haber una razón lógica por la cual seamos los únicos desafortunados en el mundo que no tienen el hilo rojo.
—Pues no sabemos si hay más. Hace 2 días yo pensé que era el único.
—Tienes razón —Tomó un trago de agua.
—Tal vez, más bien, somos afortunados, por poder elegir nosotros mismos al amor de nuestra vida.