Aquella mañana del ocho de abril, Athan recibió una visita de su abuelo quien había llegado con excelentes noticias acerca del hechizo de plata y el contacto físico con su ayudante. Athan al escuchar que nada pasaría se emocionó tanto sin importarle que el tiempo límite fuesen tan solo sesenta segundos.
—Es más que suficiente para abrazarla y darle las gracias una vez más.
En ese momento, Teódulo comenzó a sospechar que su nieto se estaba enamorando de Himalia. Algo que en ese entonces no era cierto, pero que sin duda poco a poco aquel sentimiento de cariño y agradecimiento se iría transformando en algo más.
Allí, Teódulo también le comentó a Athan que Himalia era la nieta de su viejo amigo Filogonio. El hechizado, quien apenas lo recordaba, se sorprendió al ver que Himalia se trataba de aquella tímida niña que solía jugar con su perro cuando visitaba a su abuelo durante las pascuas.
—No vayas a revelarle quién eres, eso sería condenarte —advirtió Teódulo —no importa si se vieron de niños, es mejor que ella no lo sepa por ahora hasta asegurarte de que tu alma esté completamente salvada de ese maldito hechizo que te agobia.
Athan no dijo nada, solo bajó la mirada como señal de tristeza. Aunque Teódulo no veía su rostro cubierto de tela, podía sentir aquel sentimiento de su nieto al escuchar su advertencia.
—Si tan solo me recordara sabría quién soy —manifestó Athan con la voz quebrada —¿Por qué no me di cuenta de que era ella?
—No pienses en ello y más bien alégrate de que al menos podrás abrazarla al menos por un minuto —dijo el anciano en su intento por animar al condenado. —En veintidós días todo este maldito problema terminará y tú volverás a ser el de antes, Athan. Podrás vivir tu vida como todos los demás y tendrás la oportunidad de amar y ser amado sin limitarte por una injusta condena.
—Ojalá que esos veintidós días pasen como rayo de luz, no soporto más este castigo solo por rehusarme a amar a alguien por quien no sentía absolutamente nada.
—Hiciste lo correcto, Athan y jamás te culpes por ello. —comentó el anciano y se despidió de su nieto.
Una vez más, Athan quedaba completamente solo en la cabaña anhelando que cayera la noche para ver a Himalia y darle aquel abrazo que había deseado darle durante días.
Mientras tanto, del otro lado de la ciudad, la joven chelista se preparaba para su rutina. Ensayos y más ensayos para la próxima presentación, sumado al hecho de tener que soportar la actitud soberbia de Lizandro, quien cada día que avanzaba se hacía más irritante.
Himalia intentaba concentrarse en tocar el chelo, pero las imágenes de la silueta de aquel hombre en la cabaña nuevamente invadían su mente. La chelista sentía como si Athan en ese momento intentase comunicarse con ella. Por otro lado, Leónidas notó que algo la inquietaba un poco, así que esperó hasta el descanso para acercarse a ella y preguntarle si todo estaba bien.
—¿Te sientes bien? He notado que algo que incomoda —comentó Leónidas mientras brindaba frituras de queso a Himalia —No me digas que es ese estúpido de Lizandro molestándote otra vez.
Himalia suspiró y tomó un puñado de frituras, miró el color rojizo de los pasabocas y dijo —En realidad es otra cosa. Es alguien que recién conocí y su condición me preocupa mucho.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarles? —comentó Leo ofreciéndose a ayudar a su mejor amiga, ignorando que en realidad estaba involucrada en un extraño caso de hechizo de luna.
Himalia le dijo que por el momento no era necesario y que tampoco le comentaría mucho al respecto sobre su misterioso amigo, pues estaban en el lugar menos indicado. Además, Leónidas no entendería.
—No te preocupes —comentó Leo —Pero no dudes en decirme si necesitas ayuda.
—¡Cuenta con ello! —exclamó Himalia.
Ambos se cambiaron de lugar al percatarse de que a lo lejos, Lizandro los observaba. El odioso sujeto moría de curiosidad por saber si Himalia practicaba alguna especie de ritual o tenía alguna relación amorosa con el ermitaño de la cabaña.
Al caer la tarde de aquel ocho de abril, Himalia abandonó el teatro y a bordo de su pequeña motocicleta, emprendió su rumbo hacia la cabaña de Athan. Al llegar, notó que el encantado no estaba al exterior del lugar. Así que decidió entrar. Himalia vio a Athan acostado y completamente cubierto.
—¿Athan? ¿Estás bien? —preguntó Himalia algo preocupada, con la intención de acercarse, pero tenía miedo de hacerlo.
Athan lentamente se sentó y miró a la chelista, quien había llegado un poco más temprano —¿Qué hora es?
—No lo sé con exactitud, pero vine un poco más temprano que de costumbre para hacerte compañía.
Athan al escuchar las palabras de Himalia, se levantó bruscamente para abrazarla. La chelista sentía una extraña sensación, como un cosquilleo en su interior. Mientras que Athan suspiraba y le daba las gracias una y otra vez.
Ambos esperaron a que la luna saliera en su totalidad y salieron de la cabaña para ubicarse en el lugar de siempre. Himalia comenzó a tocar el violín mientras que Athan le revelaba otro dato sobre él: Le encantaba la comida dulce. Himalia sonreía y luego le reveló que ella amaba la comida salada.
Editado: 10.09.2022