En los días de Aetheris, resplandecía la belleza y la serenidad que tanto anhelaba Aetherion. Sus vástagos florecían robustos y vigorosos, multiplicándose y colonizando su tierra con la gracia que él había concebido. Los Anthromen, aquellos seres que habitaban Aetheris, revelaron ser dignos inquilinos de esta morada bendita.
Eran hombres valientes y humildes, con corazones compasivos que reverenciaban a sus semejantes y honraban incluso a las criaturas que les brindaban sustento. Trataban la tierra con ternura, concediéndole reposo cuando su fatiga se hacía palpable. A medida que los años transcurrían, erigieron moradas, algunas sencillas, otras majestuosas, pero todas ellas provistas de comodidad para perpetuar su plácida existencia en el seno de Aetheris, que, con el correr del tiempo, adquiría una belleza cada vez más profunda y exquisita.
Así perduró durante un tiempo inmemorial hasta que aconteció un suceso excepcional, insólito incluso para las Deiminos, las Funtis y también Aetherion. Sucedió que uno de los numerosos Anthromen que caminaban sobre la tierra vino al mundo dotado de una inteligencia sin igual y un profundo discernimiento, superior al de todos sus semejantes. Este individuo singular se cruzó con una de las múltiples Funtis en un antiguo bosque, una esfera de energía imbuida de un verdor resplandeciente. Al encontrarse, entablaron un diálogo que se extendió sin fin, hasta que sus pensamientos se armonizaron a la perfección.
Aquella Funti, conocida como Elderthree, comenzó a impartirle las enseñanzas de Aetharion, y el corazón de este Anthromen, llamado Aerion, latió con orgullo y alegría. Este individuo, de cabellos igneos que fluían hasta su cintura como el magma ardiente, de rasgos delicados y profundos ojos azules, asimiló con rapidez las lecciones de Elderthree. Aprendió a venerar a Aetherion y a las Deiminos, dedicándoles oraciones de gratitud tanto al amanecer como al ocaso. Profundizó en el concepto de Aetherium y alcanzó un nivel de conocimiento tan profundo que logró desvelar el tesoro supremo otorgado por Aetherion a las razas de aquel mundo: La Armonië.
Y así, cuando el despertar de la Armonië llegó a su cúspide, alcanzando el estado al cual todos anhelaban ascender, mas ninguno aún había logrado, Aerion emergió como un faro luminoso para los Anthromen. Todos le buscaban y dirigían sus palabras hacia él, implorando sus consejos y auxilio. Sin percatarse de su propia transformación, Aerion se había vuelto más hermoso y magnifico, eclipsando la belleza de muchos de los prados y valles que circundaban Aetheris. Indiscutiblemente, se erigía como el Anthromen más sublime que jamás hubiera caminado por la tierra de Aetheris. Aquellos seis pies de altura que Aetherion le había concedido en su creación resultaron insignificantes, pues ahora su estatura se alzaba hasta los ocho, erguido como un coloso que imponía su grandeza sobre todos los demás, obligándoles a alzar sus miradas para contemplar su magnificencia.
Sin embargo, para Aerion, este destino no se erigió como un honor tal como había imaginado o deseado. Alcanzar tal profundidad en el conocimiento se convirtió en el foco de atracción principal en Aetheris, una carga que le pesaba como plomo. La responsabilidad que yacía sobre sus hombros era abrumadora, pues multitudes se congregaban ante él sin descanso alguno. Tantas eran las demandas que las semanas transcurrían sin permitirle mantener diálogos con Elderthree ni explorar los enigmas que Aetheris resguardaba. Aunque su conocimiento era ya vasto, su anhelo de aprender más perduraba, mas el tiempo se desvanecía como un efímero destello, negándole la oportunidad de disfrutar de placeres terrenales, como compartir momentos con su esposa Valeriah.
Así, en una noche de luna llena, Aerion preparó un fardo de provisiones, despertó a Valeriah y ambos partieron del pequeño poblado donde habían hecho su hogar, dejando todo atrás. Se embarcaron en una búsqueda de una nueva vida, en los confines de lo desconocido e ignoto, en busca de la paz que tanto ansiaban.
Y así, marcharon a través de largas jornadas, sin perturbación alguna, pues la verdosa pradera ofrecía un lecho mullido, las fragancias de las flores envolvían sus sentidos y los crepúsculos se mostraban exquisitos. Persistieron en su rumbo inexplorado hasta alcanzar el confín austral más remoto del continente, donde contemplaron la salida y ocaso del sol en un claro; allí, el vasto océano se extendía, y las olas acariciaban el verde césped, un panorama destinado a deleitar los ojos de cualquier ser.
Fue en ese rincón apartado que Aerion y Valeriah echaron raíces, edificando una modesta vivienda distante varias leguas de aquel rincón paradisíaco. Su elección se sustentaba en el anhelo de deleitarse con una caminata diaria hacia aquel espectáculo natural, rindiendo homenaje al paisaje y al advenimiento del sol poniente. En tal refugio, encontraron la dicha y vivieron en inmaculada felicidad.
Con el transcurrir del tiempo, Aerion compartió con su consorte todos los saberes que atesoraba en el recóndito rincón de su entendimiento. Valeriah, en el lapso de unos pocos ciclos lunares, ascendió a cotas casi equiparables al conocimiento de su esposo. De este modo, luego de un año de serenidad en aquel retiro, Valeriah desveló la Armonië que moraba en su interior. Emergió con una belleza aún más deslumbrante que antes, aproximándose al ideal que habitaba en la mente de los Anthromen como "La Mujer Más Bella". Así, Valeriah finalmente se equiparó a Aerion y ambos comenzaron a rendir homenaje juntos a Aetherion y a las Deiminos. Sus diálogos y reflexiones alcanzaron profundidades insondables, hasta que decidieron que en el claro de belleza infinita que les había seducido, erigirían una fortaleza. Esta fortaleza, tanto en su exterior como en su interior, sería una obra maestra que solo contribuiría al esplendor de Aetheris. Además, planeaban engendrar una progenie de hijos tan hermosos y grandiosos como ellos mismos.