Historias de la cuarentena

Evacuen. -

Ya pasaron varios meses desde que estamos aquí dentro de este recinto pequeño donde se nos ha olvidado. Luego de dictarse la cuarentena, desalojaron varios lugares que mantenían una cierta cantidad de personas. El edificio de al lado de nuestra casa, quedó prácticamente deshabitado. Los vecinos de enfrente también decidieron marcharse. Aparentemente aquí corría cierto peligro de quedarnos por la masificación de aquella amenaza, sin embargo con mi esposa resolvimos permanecer.

 

No quisimos marcharnos, pues nos pareció una ideal pertinente no movernos de nuestra casa. La ciudad estaba completamente deshabitada, y los efectivos militares patrullaban de día, y noche intentando verificar si habían quedado personas en la ciudad. No comprendíamos bien lo sucedido con relación. La cuestión es que no nos iríamos de allí. Cerramos las puertas de ingreso central de nuestro edificio, y la de nuestra casa. Manteníamos las luces apagadas, para no generar sospechas de que había gente rondando todavía. Poca movilidad, al sentir presencia.

 

- ¡Espero ya se vayan! – le comenté a mi mujer -

 

- ¿No te parece extraño? – pregunta inquieta - ¿para qué evacuar la ciudad? –

 

- ¡El virus no es tan letal! – le exprese con tranquilidad – quizás por precaución –

 

Estaba oscureciendo, y desde nuestra ventana, veíamos las linternas. Tratábamos de no encender ni una lámpara, ya que llamaríamos a que nos descubran en plena evidencia.

 

Dos días han pasado, y con los suministros que teníamos en casa, más lo que otros departamentos poseían (ya que por el apuro dejaron muchas pertenencias, y puertas abiertas), nos podíamos mantener bien por un mes.

 

Una última llamada de voz de un megáfono con la misma nota de siempre. Desalojen la casas, calles, y diríjanse a la zona norte. Debemos evacuar la ciudad. ¡Urgente!

 

Al tercer día nuevamente las mismas misivas. Retírense. Reitero, retírense.

 

 

Todos los vehículos militares tomaron rumbo al norte. Al cabo de unas horas, solo podía oírse el chirrido de alguna chicharra, y el sonido del humo de los jeeps verdes.

 

Con mi esposa abrimos cuidadosamente la puerta central del inmueble de departamentos. El aire estaba ahí listo para nosotros. No percibimos que el virus ese, del que hablaban, pueda llegar a hacernos daños. Ya regresarían a la ciudad todas las personas. El plan del gobierno según un amigo que estaba trabajando en sus instituciones, era fumigar como lo hacen con el veneno que se lanza desde el avión, por ello me manifestó que él, se quedaría escondido como muchos otros.

 

 

Ni bien nos dimos a la fuga de la libertad, estuvimos en las calles casi deshabitadas. Pudimos avistar un pequeño puñado de personas. Intercambiamos saludos, y recorrimos los centros de comercio, parque, y demás. Comimos, recorrimos, y disfrutamos de aquella calma. Pronto, seguro arrojarían el líquido, según mi amigo que estaba con su mujer.

Miren allá a lo lejos. Un avión gigante sobrevolaba la ciudad. Sus compuertas se abrieron y del cielo podíamos ver asombrados como venía hacia nosotros con una fuerza motriz increíble.

Todo a un radio de 100 km a la redonda fue devastado. El virus era más letal de lo que se pensaba, y se había impregnado en la totalidad de aquella ciudad. A fin de evitar se expanda, las autoridades tomaron la decisión de arrojar aquella bomba como lo fue en Hiroshima, y Nagasaki. Esta vez para un germen, y no una guerra. Una vez más se veía el hongo en los cielos. El virus había sido destruido, y todo lo que a su alrededor se encontraba.

 




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