Vestidos, van con sus túnicas negras de capas extensas que caminan por las calles, donde el virus se encuentra esparcido. Donde alguna vez sus ancestros limpiaron la sangre de caídos de la peste negra que asoló por los alrededores cantando con alegría, y ahínco en la Europa vieja.
El matasano fue a llevar un poco de esperanza a la gente de la localidad de uno de tantos barrios que se encontraba infectado por la expansión del virus cuyo congio era corporal. Al abrirse la puerta en la mañana nublada, se veía la sombra de una figura con el maletín en su mano. Les decían las aves de la muerte, pues cada vez que aparecían, era para inyectar analgésicos a los que ya se consideraban casos perdidos
El niño lo veía, y creía que era un pájaro de verdad. El doctor lo revisó, como hizo con muchos otros, e informó con su parte médico a las autoridades. Muchos rogaron por clemencia; por curas que pudieran salvarlos, pero no había caso. Esta zona estaba marcada. Algunos cuerpos se arrojaron a en bolsones para evitar el olor nauseabundo de las putrefacción. El doctor con su máscara de pico, y lentes se retira de aquel lugar. El niño hace un gesto de gracias con las pocas fuerzas que le quedaban, los demás yacían dormidos esperando dejar de respirar. El hombre de las mascara de la muerte, ni siquiera dio la vuelta para recibir aquel gesto. Así era este trabajo. Frio, y sin escrúpulos.
El empleo era vil, y sanguinario, debido que rompían a los juramentos de la vida, y ni siquiera daban un ápice de ánimo para trasladarse al otro mundo.
Al caminar aquel hombre no pudo evitar algunas lágrimas que empañaron sus lentes. Pues en su interior, aún sentía. Intento quitarse la máscara cuando lo detuvo su compañero. Aquí no es posible hacerlo, ya que cualquier contacto puede ser letal hay que evitar se siga propagando. También le explicó que muchos de los cadáveres fueron arrojados por las cloacas, y pozos ciegos, esto generó que el agua se contaminara. Era inminente el desenlace. La ciudad era pequeña, aunque era mejor por el resultado de lo que vendría. Se hizo entonces, por orden de gubernamental, y sugerencia de los hombres ave, el comienzo y conclusión del paredón que encerraba a toda la urbe, una vez leídos los resultados de las parcas, sería realizada la obra.
De un lado los sanos, y del otro los enfermos. Debían aislar a lo que podría quedar de la raza humana hasta terminar con todo este conflicto en cuanto la cura fuera posible. Era injusto todo aquel espectáculo funesto en un circo de horror donde los alaridos de agonía recorrían como voces aquella ciudad fantasma llena de cadáveres en vía de extinción.
Ha pasado un tiempo desde que la ciudad continúa amurallada. Se prohíbe el ingreso. Lo que nadie supuso, era el desgaste de los materiales sin controlar aquellas paredes carcomidas por la erosión. Un hueco podía verse desde el otro lado, eso hizo que el misterio de unos pequeños que sortearon la vigilancia, husmearan por aquel agujero. Podía verse un desierto de edificios sin sonidos de ningún tipo. El fin es un principio se oía del otro lado, mientras un golpeteo en los ladrillos de aquel gigante muro que tapaba la ciudad hacían retumbar los sentidos de los pequeños que con susto salieron de su curiosidad. En el miedo se les hizo llegar la voz.
No fue entonces cuando poco a poco, se quebraba las paredes, generando una abertura de libertad.
Los primeros en caer fueron los centinelas que no alcanzaron a cargar sus fusiles, ahora solo eran carne para cuerpos insaciables de carroña. Las autoridades se pusieron en alerta roja, que alertaba que debían evacuar a todas las personas que estuvieran cerca de aquella ciudad cuyas murallas han sido vencidas. Cuando pudieron darse cuenta, ya era tarde, las criaturas tomaron el poder como las almas, e hicieron de su venganza al olvido, un juego macabro de destrucción. Les costó la vida a la raza, y una muerte, por ese sentimiento propio del egoísmo.
Los hombres pájaro, dictaminaron en sus investigaciones de muestras de sangre, ciertas anomalías del virus. En ellas, un estado de pereza en descomposición. Los médicos brujos de otras estirpes hablaban de zombis. Esas fabulas creadas en los cines, y en la religión vudú. Las armas eran inútiles, y el hedor de sus anatomías despedía el veneno, que con solo tocar a las victimas ya se instalaba para generar el proceso de destrucción de neuronas, y células. Intentaron encontrar solución, sin resultados inmediatos.
Ya era tarde. Cuando aquel matasano estaba encerrado en su laboratorio la puerta se abrió, y una pequeña criatura desfigurada se arrojó hasta él. Éste no llego a poder pedir auxilio, e intento quitarse al monstruo, sin embargo era tarde, parte de su rostro había sido devorado. Consiente de sus hechos se dejó caer, en cuanto formaba el menú del festín de otros colegas que llegaban para alimentarse. Ahora le tocaba al niño tomar una muestra de su doctor. Ahora le toca a él, decirle que no hay remedio alguno. Ahora le toca él, ese cuerpo ser parte del abandono de lo que quedaba en vida del hombre ave.
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Editado: 30.04.2024