Historias de terror

La rebelión de la muerte (II)

Ricardo aún no podía creer lo que estaba ocurriendo. Lo primero en lo que se obligó a pensar fue que se trataba de una pesadilla. Sin embargo, el cuerpo de su esposa era mudo y cruel testigo de la realidad; el hedor también ayudaba a refutar. A su alrededor, los perros habían dejado de aullar, aunque, esporádicamente, aún se oía uno que otro lamento canino.

―¿Qué está ocurriendo? ―Preguntó más para sí que para Bernard, quien lo miraba con condescendencia, escopeta en mano.

Había dejado de llorar, pero aún sentía un nudo en la garganta. La visión de la esposa muerta, afeada, descarnada, inhumana, era, sencillamente, algo para lo que ningún ser humano está preparado.

El cuerpo de Emelyn sufrió un espasmo. Ricardo se puso de pie y retrocedió un par de pasos, aterrado. Muy el cuerpo de su esposa podía ser, pero el instinto de supervivencia, en la mayoría de los casos, era superior a cualquier otro.

―Tranquilo, muchacho ―dijo Bernard, acercándose y poniendo una mano en su hombro―. Sea lo que sea esa cosa, está muerta. Nadie podría levantarse sin cabeza.

―Ella llevaba un año enterrada, y mire que bien se levantó ―replicó Ricardo, su voz era átona.

―Ja, eso sí que no puedo contradecirlo. No obstante, me parece que hasta un zombi necesitaría su cabeza para guiarse.

―¿De verdad lo cree? ―Apartó la vista del deformado cuerpo de Emelyn y se volvió hacia su vecino. Tampoco quería ver al destrozado Manchas― Me refiero a lo de que era un zombi.

El viejo se encogió de hombros, arrugando el ceño. No parecía para nada contrariado. No parecía alguien que acabara de matar a un muerto.

―Cuando un muerto se levanta es lo que se dice ―señaló―. ¿Qué más podría ser?

―Después de lo que vi, podría ser cualquier cosa. Quizá algún demonio usando su cuerpo ―aventuró.

―Fuere lo que fuere, lo cierto es que ya está muerta de nuevo. Y que eso no le aflija, Ricardo, que no fue a su mujer a quien matamos ―El anciano hizo una pausa―. Ahora despéjeme una duda, ¿qué hacía su mujer aquí? Que yo sepa estaba enterrada a más de un kilómetro de distancia, en un panteón de blocks y cemento.

Ricardo decidió ser sincero. El viejo le había sido de gran ayuda, y aún le podría echar una mano.

Señaló el naranjo del fondo, junto a la cerca. Allí se veía que la tierra había sido removida. De allí había salido Emelyn.

―Jamás llevé el cuerpo de Emelyn al cementerio ―dijo. Siempre había creído que ese secreto se lo llevaría a la tumba―. La amaba tanto, no quería separarme de ella ―sentía las lágrimas aflorar a sus ojos―, así que la saqué del ataúd antes de trasladarla al cementerio y rellené éste con cachivaches para que los porteadores no sospecharan.

»Ella amaba ese naranjo. Había instalado una mesa y unas sillas bajo el árbol, a menudo la veía inmersa en un libro a su sombra. Pensé que debía descansar allí. Por la noche cavé y la enterré en ese lugar, estoy seguro que le habría gustado. Quedó muy cerca de Puky, una perrita que murió pocos meses antes de su deceso.

»Espero que no me tome por un loco con lo que acabo de contarle.

―Debo admitir que es una conducta poco típica, pero lo había imaginado. No se preocupe muchacho, mi aprecio por usted sigue siendo el mismo. Imagino que querrá que la devolvamos a ese agujero, ¿no es cierto? Por mi parte no se me antoja ir corriendo a comentar que le disparé a un muerto.

―Adivinó mis pensamientos, Bernard ―dijo Ricardo―. Es usted una gran persona, entera y confiable. ¡Qué bueno que está aquí!

―No es nada, muchacho ―dijo Bernard sin más―. Manos a la obra pues, antes de que vengan curiosos a enterarse de los motivos de los disparos. O peor aún, mi mujer, le aseguro que no la aguantaríamos si se entera de lo que ocurrió aquí.

Ricardo se permitió esbozar una sonrisa.

―Créame que lo entiendo. Empecemos pues. ―Miró a Manchas, el vientre rajado, el cuello mordisqueado, los ojos vidriosos. Sintió otra vez ese nudo en la garganta y las lágrimas le volvieron a escocer―. También tendremos que enterrar a mi perro. ―Agregó, por último.

Poco después, con las picas y las palas fuera del cobertizo, empezaron a reabrir el hoyo del que se había escapado la muerta. No llevarían más de cinco minutos en ello cuando Ricardo percibió un leve temblor, y un ruido que no era el producido por el golpeteo de la pica. Se detuvo, inmóvil, silencioso, expectante. Bernard, recostado sobre el mango de la pala, esperaba unos metros atrás para retirar la tierra en cuanto él dejara de cavar.

―¿Qué sucede, muchacho? ―Preguntó, divertido― ¿Es qué tan rápido se acaban las fuerzas de tu juventud?

Ricardo lo miró con gesto grave. El risueño gesto de Bernard se volvió también serio.

―¿Qué ocurre? ―Preguntó.

―No lo sé ―respondió Ricardo.

La tierra al lado del agujero explotó justo en ese instante y una sombra negra emergió para prenderse del brazo izquierdo de Ricardo, quién gritó por la sorpresa y el dolor.

―¡Dios Santo! ―Exclamó Bernard, que, pala en mano fue a su rescate.

El anciano golpeó con fuerza a la presa de Ricardo, hasta que soltó el brazo sangrante del más joven.




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