Historias de terror

La rebelión de la muerte (IV)

Bernard guardó las municiones restantes en la faltriquera, así como el arma calibre 38 y la otra 9 mm. Ricardo ayudó a la anciana Angélica con las dos mochilas cargadas de provisiones. En esos instantes llamaron a la puerta.

―¡Papá! ¿Estás allí? Soy tu hijo, Jaime.

―¡A la camioneta! ¡Arriba! ―bramó el anciano, al tiempo que abría la puerta.

El hijo dio un respingo cuando vio a su padre y al vecino armados.  Pero luego él mismo mostró un arma de cañón corto ceñida a la cintura.

―¿Qué ocurre? ¿Es que no podemos ocultarnos aquí?

―Ya lo dijiste. No podemos. ¡A la camioneta dije! En el camino podremos hablar sobre el tema.

Dos gritos provinieron del interior de la camioneta y Angélica se cubrió el rostro ahogando un grito. Los tres hombres se volvieron hacia la camioneta al unísono. Allí, golpeando el capote, caminando hacia la ventanilla del copiloto, había un zombi. Era una mujer, con la mitad del cuero cabelludo arrancado, le faltaba el ojo izquierdo y tenía la pierna del mismo lado doblada en un ángulo que provocaba arcadas. Era por la pierna que se movía de forma lenta y torpe.

Ricardo no sabía qué hacer. Era novato en el uso de las armas, y en el interior de la camioneta, chillando aterrados, estaban la esposa de Jaime y una niña, su hija probablemente. Bernard tampoco se quiso arriesgar. Avanzó con decisión hacia la camioneta.

―¡Papá, espera!

Bernard hizo caso omiso. Se acercó a la mujer-zombi y le golpeó con la culata de la escopeta en la cabeza; el zombi no lo había visto venir. La mujer-viva-muerta tambaleó, chocó contra la ventanilla del auto provocando más gritos en sus ocupantes y resbaló al suelo. Bernard la tomó de un tobillo y la arrastró a unos cuantos metros de la camioneta, después la remató con la 38.

―¿Qué esperan? ¡Arriba!

Era un hombre duro ese Bernard.

La pareja de ancianos y Ricardo ocuparon los asientos traseros y Jaime fue a ocupar el lugar del piloto. La esposa de Jaime y su hija, temblaban en el asiento del copiloto.

―¿A dónde vamos? ―Preguntó el piloto.

―A la salida más cercana de la ciudad ―dijo Ricardo, mientras miraba su casa por la ventanilla de la izquierda, sintió un nudo en la garganta y tuvo que luchar para reprimir las lágrimas.

―Al oeste pues ―sentenció Jaime.

La sensación que acompañó a Ricardo mientras la camioneta se ponía en marcha, fue de total abatimiento. Durante un instante fue consciente de la realidad de lo que estaba ocurriendo (o de lo irreal que resultaba todo). Se iba de casa, sin más posesión que la ropa que llevaba encima y los dólares de su billetera; y no había fecha de retorno. Iba en la camioneta de alguien con quien nunca había charlado, acompañando a una familia con la que había mantenido una relación cortés, más no de amistad. Huía de una hecatombe, que nadie sabía qué era en realidad ni cómo había empezado, sin más protección que dos armas prestadas, apadrinado por un viejo que no dudaría en volarle los sesos a la menor conducta extraña de su parte. Lo peor de todo, sin idea de lo que podría ocurrir después.

Pero bueno, suspiró abatido, qué podía hacer. Era eso, la incertidumbre y la desolación acompañados de esperanza o meterse un tiro en la cabeza allí mismo. «La esperanza ―decretó―. Debo apostar por la esperanza.»

Un par de manzanas adelante dieron con los primeros cuerpos. Pertenecían al grupo que había pasado corriendo frente a la casa hacía poco. No habían muerto en un solo lugar, sino que formaban una zigzagueante fila de sangre, vísceras y miembros seccionados. La esposa de Jaime cubrió los ojos de la niña y ella se obligó a ver al piso. Ricardo trató de mantenerse impasible, no bajó la vista, no miró a otros lados; tenía la sensación de que aquello no sería lo peor que vería antes de que acabara aquella locura. Jaime esquivó los cuerpos, metiéndose a los jardines de las casas vecinas. Ricardo también supo que aquella clase de miramientos no podrían tenerlos siempre.

―¡Acelera, hijo! ―Dijo Bernard― Pero sin llegar a perder el control. No vayas a perder la calma. Ricardo y yo cubriremos que nada pase.

Ricardo comprendió casi al instante de lo que hablaba el viejo. Los zombis que habían dado cuenta de las personas que esquivaron con la camioneta, andaban por allí, espiando en las casas, atacando a aquél incauto que lograban descubrir, lanzándose a la carretera cuando oían el ruido de la camioneta. Ricardo tuvo miedo, pero la camioneta llevaba la suficiente velocidad para impedir que los atacantes se acercaran.

―Si se te pone uno enfrente, arróllalo ―indicó Bernard.

―Sí, papá ―asintió Jaime, los brazos tensos, la vista fija al frente.

Encontraron más muertos, también más zombis. Había autos volcados, estrellados contra cercas, casas y árboles. De suerte que las calles eran amplias, de manera que Jaime pudo maniobrar entre los despojos. En una casa, en la azotea, un hombre gritó pidiendo ayuda al ver la camioneta. Todos fingieron no darse cuenta. Había zombis alrededor.

Ricardo recordó que no muy lejos de allí había otro cementerio.

Un auto salió pitando en la intersección de delante, un zombi saltó al vidrio delantero, el conductor perdió el control del auto, subió a la acera y después voló para caer llantas arriba. El hombre atrapado empezó a gritar cuando el zombi, que había saltado ágilmente del coche antes de caer, rompió el vidrio para llegar a él.




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