Historias de terror

Hotel de carretera (II)

—¡Maldita puta! —gritó—. ¿Dónde estás?

La música cesó y nadie se movió durante un minuto. Si dentro hubiese habido zancudos, su zumbido se habría oído como una tromba. El hombre que había gritado se apartó de los barandales y caminó hacia las escaleras.

—¡Sé que estás ahí zorra! —la gente empezó a moverse de nuevo, pero con tanto tiento que nadie lo habría dicho—. ¡Puta de mierda! ¿Cómo te atreves? ¡Mira que drogarme para venir a revolcarte con tus amantes!

La gente seguía deslizándose. El hombre del vozarrón bajaba por las escaleras brincando los escalones de dos en dos. Vestía una bata de terciopelo roja, con manchas oscuras que me hicieron suponer que había estado bebiendo. Era un hombretón robusto, de gruesos brazos y piernas fuertes, caja torácica amplia y rostro cuadrado enmarcado por una barba enmarañada. Esa cara me sonaba de algo también.

—¡Allí estás, puta! —señaló—. Tenía razón, eres una vil y puta ramera.

La gente había seguido deslizándose, hacia los lados del salón. De pronto me encontré solo, en medio de todo. No, a pocos pasos se hallaba una mujer, la que señalaba el hombre de la bata roja. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al reconocer a Helena Smill! La mujer temblaba dentro de su fino vestido púrpura, incapaz de hacer otra cosa. El hombretón avanzó hasta ella y le dio un bofetón que la lanzó al piso.

—¡Hija de Puta! —El hombre se sentó a horcajadas sobre ella y empezó a golpearla. No con la palma abierta, sino con el puño—. ¡Zorra! —gritó tras el primer golpe— ¡Puta! —otro golpe— Mira que drogarme —el rostro de la mujer sangraba— ¿Creíste que te podías burlar de mí?

Tras el siguiente golpe no me pude contener y me abalancé sobre él. No importaba qué tipo de mujer era su amante, pero lo que él estaba haciendo era una barbarie. Lo lancé al suelo y le asesté un puñetazo. Él me hizo a un lado como si fuera un muñeco. Me tomó del cuello de la chaqueta y me asestó un puñetazo.

—¿Es esta basura con la que te revuelcas? —intentó golpearme de nuevo, pero me escurrí y lo desestabilicé con un empujón. Helena sollozaba en el piso, el rostro sangrante, toda belleza empañada.

Pero mi actuación había servido para despabilar al resto de asistentes. Los hombres avanzaron hacia el centro, temerosos primero, decididos después, y cogieron al hombre del vozarrón entre todos. El tipo se debatió y dejó caer manotazos a diestro y siniestro a la vez que los amenazaba a todos, lo que solo sirvió para volver más decididos a los tipos que lo cogían. Por fin lo sujetaron bien y lo llevaron afuera, yo los seguí de cerca y vi que lo arrojaban con violencia al húmedo suelo del exterior, después cerraron los portalones de caoba.

Dentro, algunas damas ayudaban a Helena Smill a incorporarse. Después se la llevaron a su habitación y le trataron las heridas. Yo estaba como en shock, no sabía ni qué hacía allí ni por qué. Recordé mi viejo auto en la carretera y decidí que lo mejor sería volver con él. Pero no me dejaron.

—¡Nada de eso! —exclamó Roger Camp, otro de mis nuevos conocidos, cuando manifesté mi intención de marcharme—. La fiesta aún no termina, y el héroe de esta noche tiene que ser celebrado.

Pero yo ya no me sentía cómodo en ese sitio y me negué en rotundo. De pronto me di cuenta que ese no era mi lugar. Algunas de las gentes de la velada me parecía recordarlos de algún lado, pero no por eso los conocía, el resto, bueno, me resultaban personas atípicas. Y estaban sus vestuarios, de moda hace medio siglo, pero en desuso en la actualidad; los coches en el estacionamiento; sus maneras de hablar, a veces muy diferentes; sus bailes, a los que me había costado cogerle el ritmo y… ¡Sus conversaciones! Nada que ver con asuntos de la actualidad. ¿Me había metido en una fiesta setentera en toda regla o era algo más?

—Señor Roger —pregunté, incómodo— ¿Qué día estamos hoy?

—¿Día? —Roger Camp estaba sorprendido. Al final se encogió de hombros— Jueves supongo, aunque lo más seguro es que ya sea viernes.

¿Jueves o viernes? Debía estar de broma, el momento en que dejé mi coche fuera era lunes.

—¿Y la fecha?

Roger Camp me miró como si estuviera loco.

—Si es jueves estamos 24 de septiembre de 1970.

Lo lógico es que hubiera pensando que me estaba jugando una broma. Pero le creí y un ataque de nervios me cogió.

—¿Ha dicho 24 de septiembre de 1970? —Pregunté.

—Sí. ¿Ocurre algo, señor? Lo noto nervioso.

—¿Y el hotel? El nombre del hotel.

—Resident Palace.

Quizá me hubiera desmayado presa del horror si un grito más aterrado no me hubiera sobresaltado.

—¡Fuego! —rugió alguien.

—¡Fuego en las paredes!

—¡Y en el techo!

Los asistentes a la fiesta perdieron el decoro y empezaron a gritar como locos. Corrieron a las puertas, pero estas estaban trancadas por fuera. Las ventanas tenían fuertes balcones de hierro, de modo que tampoco se podía escapar por allí. Y el lujoso hotel, con paneles de madera en casi todas las paredes, ardió como la yesca. Fuera del Resident Palace, una voz, un vozarrón conocido, reía a carcajadas, divertido.




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