Era la primera vez que Esteban se quedaba solo en casa. Con diez años de vida a sus espaldas ya era todo un hombrecito, y así lo consideraban sus padres. Esteban estaba de acuerdo. Lo único que tenía que hacer era sentarse a ver televisión y a jugar videojuegos, no abrir si alguien llamaba a la puerta, y acostarse a dormir cuando llegara la hora. Hasta un tarado podía hacer eso, cuánto más él. De modo que despidió a sus padres en la puerta y fue corriendo a la sala a prender la televisión y la consola de videojuegos. De inmediato empezó a matar zombis.
Sus padres eran personas cultas, y más que acomodados, pero si Esteban era lo bastante grande y avispado para cuidar de sí mismo ¿por qué malgastar dinero en una niñera? Sería un desperdicio. Y como personas cultas, que se movían en los círculos de la alta sociedad, no había semana en que no recibieran por lo menos una invitación a alguna cena o fiesta de gala. De manera que Esteban pasaría muchas noches solo, hasta que fuera lo suficiente grande para salir por su cuenta. Pero eso a él lo tenía sin cuidado, más noches solo, más noches de televisión y videojuegos sin que mamá o papá estuviesen incordiándolo.
Mientras, los zombis morían entre el estallido de la metralleta y diferentes gritos de dolor; como siempre. Solo que a veces, muy quedo, algún zombi emitía un ruido que Esteban nunca había oído, parecía un gritito femenino. Hasta ese día en el juego sólo había habido gritos masculinos. Pero los otros eran gritos quedos, esporádicos, nada de qué preocuparse. Sin embargo, a veces eran inquietantes.
Pasaron los minutos, estos se convirtieron en una hora, y Esteban sintió la necesidad de aligerar la vejiga. Puso pausa y caminó con prisas al retrete; el juego estaba demasiado bueno como para no perder más tiempo del necesario.
Una sombra se agitó a sus espaldas.
Esteban se giró asustado. Nada. Solo la cortina de una habitación que se agitaba. Se rascó la cabeza, confuso. Él no se asustaba fácilmente. Fue al retrete y exhaló un suspiro de placer cuando todo lo que estaba conteniendo empezó a salir. Salió de nuevo al pasillo y se encaminó a la cocina. Tirar lo que tenía dentro le dio ganas de volver a llenarlo. La cortina ya no se agitaba.
Hasta que la dejó atrás.
Entonces captó con el rabillo del ojo que algo se movía tras él. Se giró, esta vez más asustado que antes: ¡la cortina se agitaba levemente! El corazón le martilleaba en el pecho e hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para no gritar aterrado. Miró a ambos lados del pasillo, tratando de encontrar la habitación por la que se colaba la fuente de aire, porque tenía que tratarse de una ráfaga de aire ¿verdad? Pero todas las puertas estaban cerradas. Se fijó en que la cortina que se agitaba, ahora más despacio, como deteniéndose, era la de la puerta del cuarto de niños. Allí donde antes había estado su cuna, y la de sus hermanos antes que él. Quizá había movido la cortina inconscientemente mientras pasaba junto a ella. Sí, eso debió ser.
No convencido del todo, pero más calmado, fue a la cocina, se preparó un sándwich y regresó a la sala a seguir matando zombis. Pero de vez en cuando, cuando más enzarzado se encontraba con el juego, creía oír un grito femenino. Y en una ocasión creyó ver una sombra pasar por el televisor, una sombra proyectada tras él. Era una sombra imprecisa, pero el cabello desaliñado y los hombros hundidos eran fácilmente reconocibles: ¡Era la silueta de una mujer! Sin embargo, cuando volvió la vista no había nadie.
Esteban empezó a sentirse inquieto. Quizá no era tan buena idea quedarse solo. ¡Eso era! Era solo el nerviosismo y el miedo por quedarse solo en casa, se dijo.
Más tarde, mucho más tarde, Esteban se encontraba encerrado en su habitación. Las manos le temblaban ligeramente, así como la sábana que sujetaba. Tenía mucho miedo. Después de la sombra proyectada en el televisor, había escuchado como pisadas en la cocina, luego más cerca, más cerca, y, por último, un grito lastimero, mitad llanto, mitad terror, y él había salido disparado a su habitación, convencido de que en la casa había fantasmas. Durante unos minutos hubo silencio, pero luego escuchó una puerta que se abría, y pisadas que se acercaban. El terror de Esteban fue absoluto. Se planteó salir por la ventana al jardín y de allí correr en busca de ayuda, pero la ventana tenía balcones de hierro, jamás podría escapar de allí. Mientras las pisadas se acercaban recordó que alguien alguna vez dijo que los terrores de la noche desaparecen cubriéndote con una sábana. Y eso hizo él.
Pero las pisadas no cesaron en ningún momento. No eran pisadas suaves y delicadas como las primeras, sino fuertes, como el taconeo de una persona sana y fuerte. Esteban tenía mucho miedo. Se hizo un ovillo, intentó cubrirse más con la sábana, y se tapó los oídos, pero las pisadas seguían allí. Más cerca, más cerca… las pisadas se detuvieron frente a la puerta de su habitación, y Esteban escuchó girar el pestillo.
La puerta se abrió.
—Cariño, dejaste la luz encendida —era la voz de su madre. Esteban había dejado la luz encendida porque tenía miedo, y dicen que los fantasmas le temen a la luz. Era la voz de su madre, pero Esteban aún no se atrevía a asomar el rostro de entre las sábanas. ¿Y si era un fantasma con la voz de su madre? ¿O un monstruo?
Las pisadas se acercaron hasta su cama, y unas manos le descubrieron el rostro.
—Amor, ¿qué tienes? Estás temblando.
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Editado: 26.05.2022