Historias de terror

El terror del pueblo (I)

La camioneta era nueva. Toda una belleza. Color rojo brillante, aros cromados, más de lo que se merecía aquel patán… Pero ese patán era mi amigo, y de alguna manera lo quería, aunque aún hoy día me pregunto por qué. De modo que yo también consideraba aquella camioneta como mía. Se la había regalado su millonario padre, en parte por haberse graduado sin necesidad de exámenes extraordinarios (aunque para que esto ocurriese hubo dinero de por medio, bien que lo sé yo), y en parte para que acudiese a la boda de su hermana, a celebrarse en una hacienda muy lejos de la ciudad. Yo, como su mejor amigo, también estaba invitado.

—¡Me regala esta belleza y quiere que la desperdicie yendo a la boda de la mocosa! —se quejó por enésima vez camino a la hacienda. La “mocosa” era dos años mayor que él, bonita, y mucho más agradable—. Mira que ganas no me faltan de dar media vuelta y regresar a la ciudad.

—Eso enfadaría a tu padre —señalé.

—Lo sé, lo sé, no tienes que repetírmelo como grabadora.

Mi amigo se llamaba Christian y tenía serios problemas de actitud. Yo era de los pocos que lo soportaban, en parte porque, aunque a regañadientes siempre me proporcionaba ayuda económica, y en parte porque me caracterizo por ser un sujeto pasivo, sus gritos y reprimendas y su constante quejadera siempre las había soportado con estoicismo. Ese día no fue la excepción.

—¿Quién será el idiota que se fijó en la mocosa? —preguntó más tarde.

—Un tal Jerónimo Anisster —le respondí—. Nos lo dijo tú padre ayer.

—¿Ah sí? —se encogió de hombros—. Seguro es un tipo horrible e idiota, ¿por qué más se fijaría en Denia? La mocosa no es ni mucho menos bonita, con esos labios como gusanos y esa nariz achatada... Tiene las piernas cortas y la pechuga demasiado chica…

Durante un buen rato no hizo más que enumerar los defectos de la mocosa. Yo solo asentía de vez en cuando o emitía un gruñido, mostrando mi acuerdo. Si no querías amargarte la vida, con Christian siempre debías estar de acuerdo.

De manera que más tarde, cuando perdió el volante unos instantes y medio salió del camino, con los resultas de que un tocón ponchó una llanta, tuve que mostrarme de acuerdo en que la culpa era de aquel camino pedregoso y no del conductor. Christian bajó del auto despotricando, y dio una patada a la llanta que se había ponchado.

—¡Mierda! —dijo—. Lo qué me faltaba. Muy bonita la camioneta, pero seguro que a mi padre no se le ocurrió verificar si las llantas eran de buena calidad.

—Tenemos la de repuesto —dije yo, conciliador.

—¿Eres idiota? ¿Tengo cara de un grasiento mecánico? Es más, ¿sabes cambiarla?

—Bueno… —me encogí de hombros—, solo es cuestión de levantarla con el gato, desatornillar las tuercas y…

—Y una mierda —me interrumpió—. Seguro lo harías mal y solo conseguirías que nos matemos. Pero mira, ese rótulo pone que a una milla hay un pueblo —era cierto—. Seguro que allí hay algún taller. Venga, vamos, no creo que la arruinemos más.

No se dijo más. Con el aro de la llanta tintineando, y el auto yéndose continuamente hacia un lado, cubrimos la distancia que nos separaba del pueblo. Era un pueblo pequeño, de calles de tierra y terracería, con casas de madera y techo de lámina en su mayor parte. Pero en el centro era más próspero, había comedores, hoteles, tiendas, ferretería, farmacia, los infaltables bares y lo que buscábamos: un taller.

 —Mira, allí hay uno —le señalé a Christian.

—Ya lo vi, no estoy ciego —replicó él. 

Decenas de miradas curiosas miraron la brillante camioneta enfilar hacia el taller. El tintineo del aro sobresalía en el silencio que nos rodeaba. Por unos instantes me sentí examinado a fondo, aunque era imposible dado que los vidrios polarizados impedían la vista del interior. Pero así fue cómo me sentí. Fue el primer indicio de que allí no todo andaba bien.

Aparcamos frente al taller, una amplia galera en la que había algunos autos y un tractor y un millar de herramientas y partes de los vehículos diseminados por doquier. Siempre me ha sorprendido el desorden del que gustan hacer gala esos sitios.

Christian bajó dando un portazo, con aire altivo y gesto ceñudo.

—Hey, el del taller —gritó.

Un hombre moreno, de barriga prominente, y una gabacha de lona sucia salió limpiándose las manos llenas de grasa.

—¿Me parezco a él? —me preguntó. No le entendí hasta que continuó— Desde luego que no. Ni tú. Y pretendías que la cambiásemos nosotros. —El del taller debió entender algo porque todo asomo de afabilidad desapareció de su rostro.

—Buenas tardes, muchachos, ¿qué se les ofrece?

—Nada del otro mundo. Solo quiero que le cambies la llanta a mi camioneta, y repares la que trae puesta.

El hombre fue hasta la llanta ponchada, la observó un minuto, tocando y dando golpecitos aquí y allá, y después negó con la cabeza.

—La llanta de repuesto puedo poner —dijo—. Reparar ésta, no. Está destrozada. Quién sabe cuánto trecho recorriste con ella en ese estado.

—No te estoy pidiendo que especules sobre la distancia que recorrimos con ella. ¿Vas a repararla o qué?




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