Historias de terror

El autobús

Danilo se levantó de la banqueta cuando oyó el ruido del motor. El dueño del mismo no tardó en aparecer. Era un autobús rojo, con líneas oblicuas en color negro. Además, era un autobús viejo, pero Danilo no recordaba haberlo visto con anterioridad. De todos modos, eso no importaba. Si iba en esa dirección sólo podía ir a un sitio, el sitio al que él necesitaba ir. Danilo le hizo una señal de parada y esperó, nada tranquilo.

No hacía ni media hora que le habían llamado avisándole que su abuela había enfermado. Y la abuela era alguien muy importante para Danilo, tenía que estar a su lado en aquellos momentos. Aunque para ello tuviese que viajar, aunque ya fuese tarde y se estuviese haciendo de noche, aun así…

El autobús se detuvo a su lado con un ruido de frenos. Danilo vio como el chofer tocaba algún botón y la puerta se abrió. Por alguna razón, ver la puerta abrirse sola hizo que Danilo pensara en cosas aciagas. Del interior salió aire cálido, con olor a cuero viejo y polvo. Danilo subió.

—Buenas tardes —saludó sin mucho entusiasmo.

El chófer, que lucía un ridículo bigote de morsa, le hizo señas con la cabeza, señalando la parte de atrás. Hacia allá fue Danilo, a la vez que el autobús se ponía en marcha de nuevo. En su recorrido saludó un par de veces a los pasajeros junto a los que pasaba, pero al no recibir ni una mirada de reconocimiento, optó mejor por callarse. Todos los pasajeros, mujeres y hombres, parecían taciturnos y melancólicos. Demasiado callados, le pareció a Danilo.

Apenas se puso en marcha el autobús, algún pedazo de metal suelto empezó a producir ruidos monocordes. A nadie parecía importarle, ni molestarle. Todos estaban con las espaldas tiesas, la vista al frente, sin que nada de su alrededor les perturbase. Danilo se sintió incómodo.

Se sentó en el último sillón, al lado de un caballero de corbata y piel pálida.

—Buenas tardes, señor —dijo Danilo, quien le tendió la mano.

El hombre no se movió. Bueno, sí giró la cabeza unos grados para verlo, pero la volvió rápido al frente, con indiferencia y parsimonia. En esa mirada Danilo no vio curiosidad, ni molestia, ni reconocimiento, ni… ni… no, eso ya eran figuraciones suyas.

«¿En dónde me he metido?»

El único que parecía moverse con naturalidad aparté de él era el chófer. «Aunque ni tanto», tuvo que reconocer Danilo. Tampoco le había hablado al entrar, limitándose a señalar con la cabeza. En la menguante luz de la tarde, Danilo lo veía mover las manos sobre el timón de manera mecánica, sin brío ni pereza, la vista el frente, los ojos fijos en la carretera, fijos, sin parpadear… Danilo lo observó un minuto, le dolieron los ojos y no vio al chofer parpadear una sola vez. ¿Cómo era posible?

Danilo se fijó en el resto de pasajeros. Una señora de cabello corto rizado, con las manos sobre el regazo, compartía asiento con un anciano de cabello blanco que bien podría ser su padre, pero por la poca atención que se prestaban nadie lo diría. Ninguno parpadeaba, ninguno miraba a los lados, y soportaban los brincos del bus en los baches con estoicismo. En el asiento contiguo iba una joven, preciosa a decir de Danilo, pálida y de labios rojos, entrelazaba una mano en el brazo de un gallardo joven, de aspecto robusto y también pálido; pero ese gesto era lo único que hacían diferente al resto, por lo demás se limitaban a mirar al frente, inmóviles como estatuas. 

Danilo se encontró preguntándose repetidamente qué demonios les ocurría a todos. ¿Por qué se comportaban de manera tan rara? Durante unos instantes llegó incluso a dejar de preocuparse por su abuela, cosa que en un principio no habría creído posible. Pero desde luego no era que se sintiera mejor, todo lo contrario. Era como si se hubiera metido en donde no debía, era como ir en un velorio rodante, todos callados, todos solemnes, todos huraños.

Afuera la noche empezaba a cernirse sobre el autobús. Danilo sabía que cuando llegara al pueblo de su abuela ya sería noche cerrada. Pero no fue hasta verse rodeado de aquella atípica compañía que pensó que quizá mejor hubiera esperado al día siguiente. No. Nada de eso, su abuela le necesitaba y él iría a su lado, personas reservadas y retraídas no lo harían cambiar de parecer.

El sol se ocultó en el horizonte y los últimos dedos naranjas dejaron de arañar los vidrios del autobús. La pérdida del sol fue como perder un amigo. De pronto Danilo se sentía muy solo y abandonado en medio de aquella gente tan poco dada a comunicarse.

—Disculpe, ¿qué horas tiene? —preguntó al caballero de al lado al fijarse en que un reloj salía de la manga de su saco. El caballero miró el reloj, pero no dijo nada.

«Maldito. Mira que ver la hora, pero no decirme. Pero si te doy un sopapo en la cabeza seguro que haces algo». Tentado estuvo de hacerlo, solo por provocar una reacción en uno de ellos, pero todas las cabezas se volvieron y lo miraron con ojos acusadores, como si hubiesen escuchado lo que pensaba hacer. Danilo se encogió en su asiento, olvidada toda intención de hacer algo.

«¿Qué ocurre?», se preguntó, esta vez ya no con tanta curiosidad como con pavor. «Quizá lo mejor sería que me bajara y pedir aventón hasta donde la abuela.»

Cuando pensó en bajarse cayó en la cuenta que desde que subió él nadie más había vuelto a subir, ni nadie había bajado. ¿Acaso se había subido en un bus de turismo en lugar de uno normal? Eso lo hizo pensar que quizá sus acompañantes no fueran del país, eso explicaría la extrema palidez de algunos y su general mutismo, puede que ni siquiera hablaran español. «En todo caso serán de Transilvania», pensó con sorna.




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