Los cumpleaños son motivo de alegría para la mayoría. Hace muchos años también lo eran para mí. Recuerdo las fiestas que mis padres me preparaban: las piñatas rellenas de dulces y confeti; los pasteles de leche y chocolate, coronados con fresas o duraznos; los juegos que amenizaban para que yo y mis amiguitas nos divirtiéramos; y los regalos, sobre todo recuerdo los regalos. Y encima de todo eso recuerdo mi cumpleaños número once, el último cumpleaños en el que tuve una fiesta de verdad, el último cumpleaños en el que fui feliz. Lo que lo arruinó todo fue un maldito payaso. Hasta ese día en ninguna de mis fiestas había habido payasos.
Se suponía que el payaso era una sorpresa. Y lo fue, vaya si lo fue. Pero no de la manera que mis padres esperaban. En lugar de alegría lo que me causó fue repulsión, y más tarde terror. Desde el momento que se paró en el umbral de la puerta sentí que algo se quebraba en mi interior, mi sonrisa se petrificó y poco a poco se convirtió en un rictus de desagrado. Su cabello rojo, verde y azul me pareció grotesco; su nariz roja y redonda y su boca ancha también roja casi me congelaron el aliento. Y también estaban sus pantalones bombachos, sus zapatos ovalados en la punta y de más de un pie de largo, su chaleco ridículamente corto de color amarillo chillón… Recuerdo que me quedé sin aliento y que instintivamente retrocedí un paso.
El payaso me miró fijamente y sonrió, recuerdo que solté un gritito y retrocedí aún más.
—Feliz cumpleaños, Katherine —me dijo.
Pero yo ya no lo escuchaba, yo corría a abrazarme de las faldas de mi madre. Le supliqué que lo echara, que yo no lo quería allí. Sin embargo, mi madre no lo echó, el resto de las niñas estaban encantadas con el payaso en cuestión, y yo me vi recluida en un rincón, sola, asqueada y aterrada a un tiempo, exiliada de mi propia fiesta. Ese día, antes de la llegada del payaso, fue el último cumpleaños que recuerdo haber sonreído con el corazón.
Pero no es que ese día me haya marcado de por vida. Nada de eso. Descubrí que les tenía fobia a los payasos, nada más. No obstante, yo era una niña, y los niños se recuperan con facilidad. De manera que a la mañana siguiente del payaso ya casi ni me acordaba, y fui a la escuela, jugué en el recreo y me divertí como siempre. Hasta allí todo normal.
Pasó ese año y llegó mi siguiente cumpleaños. Y a medida que el día de mi cumpleaños se acercaba, se fue apoderando de mí una pesadumbre que ni yo misma sabría decir de dónde salió. A falta de un día para esa fecha tan especial me encerré en mi habitación, sin hambre, sin deseos de salir, medio enferma y, siendo fiel a la verdad, medio aterrada de lo que acontecería el día siguiente. De alguna manera había empezado a pensar demasiado en aquél payaso, lo imaginaba y él me sonreía grotescamente, y yo me encogía y lloraba arrebujada en las mantas de mi cama.
En la noche previa lo soñé. Soñé que llegaba a mi fiesta, y era grande y feo y grotesco, hizo un perrito de globos y me lo regaló, yo lo cogí con temor, pero entonces el perrito cobró vida, y se hizo grande, feroz y se abalanzó sobre mí, la carcajada del payaso reverberó en mi mente y yo desperté aterrada y sudorosa, incapaz de volver a dormirme.
Al día siguiente no salí de mi habitación, tenía fiebres, pero nada del otro mundo, lo que de verdad me mantuvo encerrada era el miedo, miedo a que mis padres hubiesen contratado de nuevo al payaso, miedo a que hiciera lo que había soñado. Esa fue la última vez que tuve fiesta de cumpleaños, aunque no estuve presente ni para partir el pastel.
A partir de ese día inició una constante: en los días previos a la fecha de mi cumpleaños me sumía en una especie de letargo, triste, aterrada y hasta enferma. Pero lo peor eran las noches, por las noches siempre venía el maldito payaso. Me sonreía, con esa sonrisa suya tan grotesca, se carcajeaba y siempre me hacía algún regalo que terminaba convirtiéndose en algo horrible que quería devorarme. A veces me felicitaba y me deseaba feliz cumpleaños, pero la sorna que ponía en sus palabras era casi palpable.
En la noche previa de mi cumpleaños número quince, cuya celebración hice cancelar unos días antes, me encontré sudorosa y aterrada en medio de la oscuridad de mi habitación, con miedo a dormir por temor al payaso que con seguridad me estaría esperando en mis sueños para convertirlos en pesadillas. Fue la noche que ocurrió lo impensable: ¡El maldito payaso se materializó!
O al menos pienso que eso fue lo que hizo. Recuerdo que dormitaba entre la frontera del sueño y la vigilia cuando un hedor nauseabundo y dulzón penetró por mis fosas nasales, eso era nuevo. Abrí los ojos y me encogí en la cama; una cortina de humo espesa se colaba entre los postigos de la ventana, un frío gélido me aterió, y la silueta del macabro payaso empezó a perfilarse ante mí. Cuando se hubo materializado por completo me sonrió, de sus caninos brotaban pequeñas gotas de sangre, y sus manos empezaron a balancearse y ondularse como la danza de una serpiente.
—Feliz cumpleaños, Katherine —me dijo.
De su chaleco sacó una tarjetita y me la lanzó. Después sus brazos empezaron a estirarse, los puños se convirtieron en cabezas de víboras que empezaron a acercarse a mí de manera amenazadora. Fue entonces cuando empecé a gritar.
Recuerdo que tenía las cabezas de las serpientes a escasos centímetros de mi rostro cuando la puerta de mi habitación se abrió y una oleada de luz llenó la habitación.
—¿Qué ocurre? —preguntó aterrada mi madre.
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Editado: 26.05.2022