Historias de terror

Una noche en el bosque (I)

José observó la laguna sólo unos instantes. Esta no le interesaba para nada. Al menos no directamente. Pero esa laguna era la única fuente de agua en leguas a la redonda, de manera que si había presas en los parajes cercanos, era lógico pensar que era allí donde llegaban a abrevar. Y no estaba equivocado.

Era media mañana, el sol calentaba con fuerza, y arrancaba destellos plateados de la parda agua. Y en los márgenes de la laguna, en las orillas lodosas y llenas de fango, no fue difícil encontrar un centenar de huellas de animales del bosque.

José era un avezado cazador. Tenía muchos años de experiencia encima. Así que pudo reconocer con poco estudio la mayoría de las huellas que fue hallando conforme recorría las márgenes de la laguna. Distinguió las huellas de un armadillo, de un tepezcuinte, de un gato salvaje y el de un felino de mayor tamaño, quizá un leopardo. Más tarde encontró huellas de un animal más suculento, las de un ciervo; la marca de un casco divido en dos, con dos pezuñas más atrás eran inconfundibles para él, en especial por su tamaño. Si lograra cazar aquel ciervo haría de esa cacería una muy fructífera.

Se disponía a alejarse de la laguna para buscar un escondite cuando divisó unas huellas humanas.

«Así que no soy el único que ha venido por estos sitios», pensó.

Pero entonces se dio cuenta que las huellas eran de un pie descalzo. «A lo mejor no quería ensuciar sus botas». Sin embargo, sabía que esa línea de pensamiento era una sandez. ¿Quién va a un bosque y procura no mancharse las botas? Tendría que tratarse de un tipo muy raro en todo caso.

Se acercó a las huellas por curiosidad. Y entre más las examinaba menos seguro estaba que se tratara de huellas humanas. A simple vista parecían huellas humanas, pero al mirarlas a detalle se llenó de dudas. La parte del talón era más estrecha, y la de adelante más ancha. Tenía cinco dedos, pero parecían más largos de lo normal, además de que medio centímetro delante de cada dedo había un fino agujero, como si el dueño de aquel pie tuviera garras. «Porque nadie tiene uñas tan largas.»

La examinó un minuto más. Y luego la del otro pie, que era exactamente igual, con la consabida diferencia entre el derecho y el izquierdo por supuesto. Pero solo consiguió generarse más dudas. ¿Existía acaso en el bosque alguna criatura con pies como aquellos?

Se puso de pie y agitó la cabeza, tratando de alejar sus pensamientos de aquella misteriosa huella. No tenía importancia. Lo que le competía eran las huellas del ciervo, buscar un buen sitio donde camuflarse y esperar.

El sol había hecho tres cuartas partes de su recorrido en el cielo, su reloj de pulsera marcaba las tres de la tarde, cuando José supo que las largas horas de espera serían recompensadas. Tenía el culo entumecido de tanto estar sentado. Desde su escondite había visto un par de conejos, un mapache, un zorro y un lagarto en la laguna. Pero fue hasta ese momento que apareció lo que de verdad le interesaba: el ciervo. Y no era un ciervo pequeño, observó con regocijo. Mejor que mejor. Se aseguró de estar en el lado correcto respecto al viento y aprestó su escopeta de dos cartuchos.

El ciervo caminaba a paso vivo, pero al acercarse a medio centenar de metros de la posición de José se detuvo, como intuyendo el peligro. Su nariz se movió, olfateando, y sus orejas daban saltitos sobre su testa. Movió la cabeza a uno y otro lado. Cincuenta metros no era una distancia imposible para un cazador como José, pero no si tenías la presa de frente. De modo que decidió espera la reacción del animal. El ciervo olfateó de nuevo. Algo raro debía llegar a sus finas narices. Por último, decidió seguir avanzando, solo que con paso cauteloso. Esa fue su perdición.

José apuntó, contuvo la respiración y esperó paciente. Cuarenta, treinta, veinticinco metros. El ciervo le ofreció todo el costado. Era presa fácil. José haló del gatillo y el restallido del disparo resonó con potencia en el bosque. El ciervo se tambaleó, bandadas de pájaros se desperdigaron y los roedores cercanos corrieron sobre el tapiz de hojas buscando refugio. Pero el ciervo no cayó, recuperó la vertical y echó a correr. Pobre, seguro que aún no sabía que estaba muerto.

José salió de los arbustos y ramas que le servían de escondite. Se echó la escopeta a la espalda y bajó con parsimonia a la laguna. Juntó las manos, las ahuecó, y se refrescó el rostro. Después sacó la botella que llevaba en la mochila y dio un buen trago. No había por qué correr tras el ciervo. Estaba muerto, de eso no había dudas. Seguro no había llegado muy lejos, y si lo hacía, las marcas de sangre lo conducirían hasta él.

Caminó hasta el punto donde había herido al animal. Había mucha sangre allí. Después siguió el rastro. Más marcado al principio, y débil conforme se internaba en el bosque. Un centenar de metros más adelante empezó a preocuparse. Las huellas de sangre eran más salteadas, tanto así que la siguiente marca no la vio hasta después de recorrer todo el perímetro de la última marca. ¿Y si no lo había herido de gravedad como creía? ¿Y si el ciervo estaba lo suficientemente bien como para correr un kilómetro antes de morir? Estas preguntas lo preocuparon. Pero eso no podía ser posible. Estaba seguro de haber acertado el disparo.

Tras llegar a la siguiente mancha de sangre, fue incapaz de hallar otra. Buscó las huellas de los cascos del animal, pero no encontró ni una. ¡Imposible! Un animal de aquella envergadura debía dejar aunque fuera una leve marca en aquel tapiz de hojas húmedas.




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