Historias de terror

Una noche en el bosque (III)

Pero sabía que si quería sobrevivir esa noche debía sobreponerse al miedo. No debía detenerse a pensar en lo increíble y terrorífica que era la situación. Tenía que concentrarse en lo práctico. Más tarde, si salía de esa, podría volver en mente y pensar en todo lo que aquella aventura significaba.

De manera que trató de regular su respiración, a la vez que seguía avanzando a grandes zancadas. «Y si me subo a un árbol?», pensó de pronto. La copa de un árbol podía ser un buen refugio, meditó. El meollo radicaba en que si lo descubrían podía darse por muerto. O peor aún, si las leyendas eran ciertas, podía terminar convertido en uno de ellos. Eran monstruos, mitad humanos y mitad lobos, si tenían el olfato de estos últimos lo encontrarían más temprano que tarde. Así que descartó la idea momentos después de planteársela.

De modo que continuó avanzando. Rápido, sigiloso. Los árboles lo observaban a su paso, y sus ojos invisibles parecían indicarle que estaba condenado.

De pronto un aullido. Unas pisadas ligeras. Y una sombra que se abalanza. El bulto saltó de la derecha de José. Uno de los hombres lobos se le había acercado sin que él lo notara.

  Si el monstruo lo hubiera atacado por la espalda José habría muerto irremisiblemente. Si José hubiese sido una persona menos atlética, más débil de fuerza y más lenta de reflejos, se habría quedado de pie como una estatua, o no habría logrado reaccionar a tiempo. Pero José era José, y aunque su corazón dio un brinco como nunca antes, se volvió con presteza y logró atravesar su escopeta entre el monstruo y él, evitando por poco que las garras se le hundieran en la carne.

El peso del monstruo contra la escopeta lo tiró al suelo y la fiera cayó sobre él. Tenía el hocico del monstruo tan cerca que podría haberle contado los dientes, y recetado unas mentitas, una baba maloliente se le escapaba y le caía en el pecho y en el cuello. La fiera sujetó con una manaza la escopeta, y alzó la garra libre para asestar una estocada mortal. Pero contra una sola mano José era más fuerte, tiró de la escopeta con fuerza a un lado e hizo rodar al monstruo a la vez que él se ponía de pie. Corrigió la posición del arma, apuntó y disparó, justo en el instante en que la bestia se le echaba encima de nuevo.

El hombre fue regresado un par de metros por la fuerza del impacto. Mientras estaba tirado José dejó escapar el segundo fogonazo. No muy lejos de su posición los compañeros de su atacante respondieron al fuego con aullidos cortos. No supo por qué lo hizo, pero en lugar de echarse a correr, buscó en los bolsillos de la mochila otro par de cartuchos. Le temblaban las manos, y el corazón brincaba como trampolín de circo. Pero los encontró, y eran los últimos. Logró cargarlos a la escopeta, que también temblaba al son de sus manos. Los aullidos eran ahora más seguidos y se oían cada vez más cerca, como si supieran que su compañero necesitaba ayuda.

El hombro lobo se puso de pie, un parche negro en la negrura gris de la noche. José contuvo un grito ahogado. Adivinaba el pecho del monstruo agujereado y chorreando sangre, y la bestia, aunque herida, no parecía alguien que fuese a morir.

—¡Cielo santo! —murmuró en un hilo de voz.

Volvió a apuntar. Pero supo que era en vano. Aquél ser era inmortal. Sus compañeros se acercaban por los costados a gran velocidad, los aullidos cada vez más cercanos eran firmes testigos de ello. Fue en ese momento que José se dio por vencido. Estaba muerto. Desde que subió a aquella colina estaba muerto, solo que aún no lo sabía. Hasta ese momento. Su interior se llenó de una calma que solo llega cuando aceptas lo inevitable. Sabía que había hecho todo lo que podía. El hombre lobo se abalanzó sobre él. José se dispuso a abrazar la muerte.

Sintió el golpe duro en el pecho, garras que se le incrustaban y le rasgaban la piel y… algo más. El siguiente zarpazo sería mortal. Lo sabía. Pero no hubo siguiente zarpazo. El hombre lobo se alejó de él lloriqueando, y durante un instante pareció un perro humillado. De una de sus manos peludas, a pesar de la oscuridad, salían hilillos de humo.

José no sabía a qué se debía ello, pero sus ansias por vivir habían regresado con el lloriqueo del monstruo, y desde luego no se iba a quedar a averiguar qué era lo que le ocurría. Se puso de pie y se echó a correr de nuevo. El hombre lobo aulló, pero era un aullido lastimero, muy diferente a los primeros.

Corrió con renovados bríos. Esquivando árboles y arbustos. Sin volver la vista atrás. Algo le ocurría al hombre lobo. Tenía la certeza de que sus compañeros irían a auxiliarle, y él se hallaba en una situación inmejorable para escapar. Si conseguía dar con su destino desde luego.

En un momento dado atravesó unos arbustos, sus pies no tocaron suelo y cayó. Sintió un dolor en la pierna que pisó el aire y al instante siguiente rodaba. Sintió que algo húmedo y blando se le pegaba al cuerpo, y cuando se detuvo, una mano y una pierna tocaban la tibia agua de la laguna. ¡La había encontrado!

 Se obligó a sentarse, merced a un gran esfuerzo. Había caído de un barranco, y solo el fango que rodeaba la laguna habían impedido que se hiciera más daño. Aun así, sentía magullado todo el cuerpo y la pierna izquierda, que era la que había pisado en falso, le dolía mucho.

Además de eso el pecho le escocía. Se lo miró, y lo vio cubierto de lodo y sangre. Sentía las heridas de las garras de la bestia como fuego vivo. Entonces se fijó en otra cosa: en su cadena, el único amuleto que nunca se quitaba. Un colmillo de cinco centímetros de largo recubierto de plata. El colmillo también estaba cubierto de sangre, y en la punta la capa de plata se había caído.




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