Historias de terror

Después de un velatorio (II)

En algún momento de su ensimismamiento el predicador debió terminar su mensaje porque cuando alzó la cabeza al frente no había nadie, y estaba rodeado de silencio interrumpido por charlas en tono muy bajo. Varias muchachas se movían entre los asistentes con picheles de café y cestos de pan.

Una joven se acercó y le alargó un vaso desechable para llenárselo de café. Ricardo lo iba a tomar, pero notó que el brazo que le tendía el recipiente era flaco, moreno, huesudo y de piel vieja y arrugada; las uñas eran negras y sucias, y cuando alzó al rostro para ver a la muchacha, lo que vio fue un rostro decrépito enfundando en un viejo sombrero de paja. Don Lachito le sonrió con su boca desdentada, Ricardo se tiró hacia atrás con espanto, la silla se inclinó y cayó de espaldas. Unas manos frías lo sujetaron.

—¡No! —gritó Ricardo— No. Suéltame.

—Estate quieto, Ricardo —le dijo alguien. Era una voz de mujer. Ricardo tardó un instante en darse cuenta que no era la temida voz de don Lachito.

Y tardó medio minuto en comprender que todo había sido producto de su mente. Se excusó de forma torpe y se desembarazó de las manos que lo ayudaban a ponerse de pie. Regresó junto a Quique y el resto de sus amigos y aceptó un buen trago de ron, no sin antes ser recibido con risas de sorna por su caída.

Apuró otro vaso de la ardiente bebida y se sentó en una roca, silencioso, pensativo y asustado. ¿Y si había sido su última broma la que había mandado a la tumba al viejo Lachito? No, no podía ser. No había hecho nada del otro mundo, nada que nadie más no hubiera hecho antes.

La noche anterior había estado viendo películas en casa de un amigo, y cuando regresaba a la de su madre, un tanto retirada del pueblo, se encontró con el difunto, que a las puertas de su casa estaba repantigado echándose unos buenos tragos de ron. Por algún motivo Ricardo decidió que a él también le caería bien algo que le calentara la garganta, más con el fresco que hacía esa noche. Y también decidió que se lo tomaría sin gastar un solo centavo.

Así que se acercó al cerco de la propiedad del anciano. Debería estar borracho porque conversaba solo. El Jiji, jijiji, de su risa era inconfundible. Reía como si alguien le estuviera contando chistes muy buenos.

—Oh, hijo, no imaginaba que allí sucedieran tales cosas —escuchó Ricardo decir al anciano. Una pausa, como si le respondieran, y de nuevo el jiji, jijiji—. Eso es nuevo. Un brindis por ti, hijo. —Y apuró un buen trago del contenido de la botella que tenía en la mano.

«Está más loco de lo que dicen», había pensado Ricardo. Quizá también era por la borrachera. Quizá lo mejor sería que no siguiese tomando. Y de paso lo que quedaba en la botella se lo tomaba él.

De modo que fue hasta donde estaba el anciano y le arrebató la botella.

—¿Quién eres? —preguntó Don Lachito, en el típico dialecto de los borrachos—. Dame eso, es mío. —Se puso de pie y empezó a corretear como un niño alrededor de Ricardo tratando de recuperar su valiosa posesión, pero Ricardo lo mantuvo apartado con un brazo, a la vez que se echaba un buen trago—. Regrésamelo —Exigió el viejo—. Hijo, hijo, ven, me han robado. Ven te lo suplico. Es mi medicina, sin ella no podré vivir…

Ricardo ya no recordaba todas las insensateces que había balbuceado el anciano. «Es mi medicina, sin ella no podré vivir», la frase se repetía en su cabeza una y otra vez. Por último había dado un empujón al anciano y había caminado a casa, apurando los últimos restos de la botella. Don Lachito había quedado acurrucado en el suelo, sollozando, suplicando que le regresara su medicina. Desde luego no era una medicina, pero cuando a la mañana siguiente apareció muerto allí donde Ricardo lo había visto por última vez, no pudo evitar sentirse culpable.

Y ahora sentía la conciencia pesada. Además, no olvidaba, que antes de dejar a Don Lachito, había creído entrever una sombra agitándose en una ventana de la casa, también recordaba el frío y el miedo que había sentido. Mismo miedo que había experimentado un par de ocasiones esa noche, noche que de pronto se volvía más y más fresca.

De pronto no lo pudo soportar más. No quería estar allí. Había llegado al velatorio como una forma de disculpa con el anciano, pero que más daba, los muertos no aceptan disculpas, ¿verdad? Así que se puso de pie, se echó un último trago de aguardiente y se marchó, alegando que mañana tenía tareas pendientes por hacer.

Era ya cerca de media noche cuando se marchó, las manos en los bolsillos del suéter, y el gorro echado sobre la cabeza, aun así, el frío lo hacía tiritar. Una media luna señoreaba en un cielo cuajado de estrellas y nubes de formas irregulares y un viento helado mecía los árboles y arbustos, haciéndoles susurrar de formas que a Ricardo le parecían escalofriantes.

Cuando pasó frente a la casa del difunto, se detuvo un instante, presa de un escalofrío sin igual. La casa estaba en silencio (puesto que al fallecido lo habían velado en un pequeño prado que había en el centro de la aldea), oscura, y su negra forma se proyectaba contra el bosquecillo que había detrás. De pronto Ricardo captó movimientos en la casa, y, tras aguzar la vista, creyó ver una forma con sombrero asomarse por una ventana.

Ricardo cerró los ojos y se echó a correr. Jijiji, escuchó a sus espaldas y Ricardo trató de correr más rápido.

Salió de los lindes de la aldea a toda velocidad. No oía ruidos a su espalda, ni la risita aguda había vuelto a repetirse, pero el frío le atenazaba las entrañas con gélidas garras y el miedo lo hacía su presa con furor. Se detuvo un poco más allá, jadeante, aterrado. Quizá lo que había visto no eran más que visiones, pero el frío y el miedo desde luego no lo eran.




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