Historias de terror

El regreso de la novia (II)

Hardy soltó un gemido de exclamación. La piedra le acertó en las sienes a un pato, la sangre salpicó el agua y el ave flotó inerte. Sus compañeros se alejaron presurosos. Esther se echó a reír. Y lo mató sin más, ni siquiera hizo el intento de cogerlo.

Esther se divertía como nunca, y Hardy se sentía cada vez más incómodo. No parecía que se estuviera divirtiendo con él, sino más bien a costa de él. Además de eso, nada estaba resultando como había imaginado. Pensó que se iban a sentar y hablarían sobre esos tres años sin verse, sobre las cosas que habían hecho, pero sobre todo, pensó que iban hablar de ellos. Había imaginado que en una charla así no faltaría ocasión para decirle que aún la amaba, que aún pensaba en ella como el primer día, pero allí, correteando como chamacos… no podía haber nada menos romántico.

Y de pronto, Esther, que le tiraba piedrecillas a unos cerdos de algún vecino, se volvió, muy seria, lo tomó por los hombros, lo atrajo hacia sí y lo besó. Al principio Hardy no supo qué hacer, pero después abrió los labios y correspondió al beso. No era uno de los besos que recordaba, este era menos torpe y más pasional, sin duda Esther había practicado mucho en su viaje por la ciudad, sintió una punzada de celos, pero no por ello dejó de besarla.

Cuando se separaron ambos estaban sin aliento.

—Eso… fue hermoso —dijo.

—Lo sé —respondió Esther—. Era lo que estabas esperando, ¿no?

—No precisamente. Pero sí tenía la esperanza de que llegáramos a esa parte —respondió Hardy con picardía.

—Pues ya llegamos. ¿Y bien? Ahora que ya estoy de vuelta, hay algo que quieras hacer o decirme.

De pronto la muchacha risueña y medio loca de hace rato había sido olvidada en algún rincón de su ser. Su voz era seria, formal, quizá también acusadora. Hardy intuyó con pesar que habían llegado al punto que él tanto temía.

—Bueno, pues quería decirte que te he extrañado un buen, y que en ningún momento de estos tres años he dejado de pensarte. —Era mentira por supuesto. Sí la había extrañado, pero solo unos meses, y en el último año prácticamente ni se había acordado de ella. No fue hasta que la vio esa mañana en la estación que todos sus sentimientos por ella regresaron de golpe. Pero eso no era algo que le diría.

—Yo también he pensado mucho en ti —dijo Esther, cariñosa. Le acarició el pecho con una mano y Hardy recorrió la línea de su cintura con ambas manos. Creía que venía un beso, uno de los buenos. Pero Esther no hizo ademán de besarlo, dejó una mano en su pecho y sus ojos se volvieron fríos—. Y de mi hermana, ¿te acuerdas de mi hermana?

Hardy sintió que la sangre se le helaba, no solo por el tono acusador de la muchacha, si no que sintió el tacto de la joven, frío y rabioso, como si la piel le hormigueara. Rompió el contacto y retrocedió, asustado.

—¡Mi hermana! —repitió Esther. Tenía los puños cerrados y los apretaba con fuerza, toda ella temblaba, y su voz estaba cargada de rabia, dolor y odio. Agregado a eso, Hardy sentía que algo emanaba de la muchacha, algo que no podía definir, pero que le parecía oscuro y sobrenatural— ¿Te acuerdas de mi hermana? —chilló— Mi hermana la moribunda.

—E-es-ther y-yo-o… —tartamudeó Hardy.

—¡Dilo! ¿También te acuerdas de ella? ¿De lo que lo hiciste?

Hardy no era capaz de responder. Estaba paralizado. La risueña Esther había cambiado en un santiamén. No sabía qué hacer; quedarse allí y pedir perdón o darse media vuelta y salir corriendo, que era lo que más ganas tenía de hacer.

Y cómo olvidar a la hermanita enferma de Esther, moribunda, como ella misma había dicho, si él mismo la cuidó durante medio año. Dos años menor que Esther, Sandy padecía una enfermedad terminal que más temprano que tarde la llevaría a la tumba; eso era algo que todo el mundo sabía, incluso la propia enferma. Sin padre que velara por ellas, la madre trabajaba y Esther cuidaba a la enfermita las más de las veces. Para ayudar a Esther, Hardy había cambiado el horario vespertino de la escuela por la jornada matutina, de modo que en las tardes, mientras Esther cursaba sus estudios, él cuidaba a la hermanita enferma.

Sandy era una muchachita preciosa, dulce y tierna. Trataba de hacer la mayoría de las tareas sola, y agradecía con sonrisas y palabras dulces los cuidados que le ofrecían. Hardy no tardó demasiado en cobrarle verdadero afecto, y muy pronto se encargaba de ella no solo por ayudar a su novia, sino porque de verdad le profesaba cariño a la joven.

Pero Sandy sabía que iba a morir. Y en una de las tantas charlas que mantuvo con Hardy, le confesó que nunca había besado a un chico. Hardy se hizo el rogar, pero un beso no era más que un beso, de modo que la complació. Fue un beso corto y suave, los labios le temblaban a Sandy, y Hardy sintió un morbo que jamás debió haber sentido.

Una semana más tarde, Sandy se sinceró con él, y le contó que no quería morir sin conocer el amor. Hardy quiso salirse por la tangente, le confirmó que en realidad ya conocía el amor, el amor puro y sincero de su madre y su hermana y el amor que él también le profesaba…

—No me refiero a ese amor —había dicho Sandy—. Ni al amor entre una pareja que se ame, sé que ya es demasiado tarde, que no podré conocer ese amor…

—Entonces, qué otro podrías conocer.




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