No estaba preparada, ni siquiera imaginaba de forma remota, lo que en verdad iba a encontrar.
Divisó el cráter a unos trescientos metros de distancia. Eran las tres de la mañana y la luna llena aún señoreaba en el cielo, confiriendo a aquella área destrozada un aura argéntea, casi fantasmal. Carolina casi echó a correr de emoción, pero se contuvo, y anduvo con paso seguro y comedido. Los últimos doscientos metros en torno al cráter estaban completamente abrasados, ni una brizna de hierba se había salvado, y la tierra estaba negrísima y caliente. Aun así, no se detuvo y se las arregló para soportar el calor y buscó los puntos más cálidos para pisar y llegar al borde del enorme agujero.
En el fondo, cincuenta o sesenta metros más abajo, se veía humear a un objeto. «El meteorito», pensó Carolina. Enfocó la cámara y empezó a grabar. Hubiese querido bajar, pero el agujero era muy inclinado y sin nada donde sujetarse, y si se precipitaba, sería carne a las brasas sobre el objeto que humeaba en el fondo. De manera que tenía que conformarse con filmar solamente.
Hablaba a la cámara, con la voz entrecortada por la emoción, cuando vio que algo diminuto ascendía reptando por una de las paredes del cráter. Lo enfocó con la cámara, sin saber lo que era. Tras unos minutos de escrutinio seguía sin saber lo que era. No reptaba muy lejos de su posición, así que empezó a avanzar hacia él, asegurándose de pisar en firme. Entre más lo miraba más dudas tenía; y es que la criatura tenía más aspecto de molusco que de algún vertebrado del bosque.
Siguió avanzando hasta quedar justo arriba del animalito, que seguía reptando unos cinco metros más abajo. Era una cosita del color del musgo, no más grande que un gato pequeño, pero su aspecto era gelatinoso y se arrastraba como un caracol, y por más que miró, no vislumbró algo que hiciese de ojos o boca; parecía una bola de gelatina que se arrastra.
«Que extraño», pensó Carolina, sintiéndose muy inquieta, como cuando despertó esa noche.
Observando la bola de gelatina que se arrastraba, no se había percatado que la columna de humo que salía del meteorito se había reducido de manera considerable. Dirigió la lente de la cámara al fondo, con rapidez, para captar la imagen del meteorito por primera vez. Cual no fue su sorpresa cuando en lugar de enfocar una roca espacial, lo que enfocó fue una cámara de acero, de la cual, por una ventanilla abierta, salían en fila india un sin número de seres similares al que reptaba bajo sus pies.
Carolina no estaba, ni mucho menos, preparada para algo de aquella magnitud. De pronto fue como si sus piernas de carne y hueso se hubiesen transformado en una masa gelatinosa incapaz de soportar su peso. ¡Extraterrestres! ¡Alienígenas! ¡Visitantes de otro mundo! Era demasiado grande todo como para cogerlo con estoicismo, las posibilidades y sus implicaciones eran inmensas.
Temblando como estaba, tratando de serenarse y comprender la magnitud de aquel descubrimiento, no se había percatado que la solitaria figura gelatinosa había terminado su ascenso. Carolina incluso dejó de filmar para observarla mejor, pero por más que miró no podía describirla más que como una bola de gelatina. El extraterrestre simplemente no tenía forma, y aunque no tenía ojos, ni nada a lo que se le pudiese asignar tal calificativo, Carolina se sentía observada.
Entonces la criatura saltó y fue a quedar pegada a la cara de Carolina. Ella se echó a gritar, perdió pie, se resbaló y empezó a rodar ladera abajo. La cabeza rebotaba contra la tierra ardiente, la cara le ardía, le quemaba y sentía que algo se la succionaba. Todo era horror, dolor y muerte. Al llegar al fondo chocó contra algo blando. El resto de visitantes de otro mundo se adhirieron a su cuerpo, quemando y succionando. Mallugada por la caída, débil por las energías que el primer extraterrestre le quitó mientras caía, Carolina no tuvo energías para pelear. Sólo se rindió y se dejó hacer.
Nunca lo pensó, pero ella era solo la primera de una larga lista.
---FIN---
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Editado: 26.05.2022