La casa de los Ryder era una mansión antigua, grande e intimidante; aunque hermosa en cierta manera. Y tras la muerte de sus dos propietarios tres años atrás, todos pensaron que los tres hijos la venderían al primero que hiciera una oferta y se mudarían a otro sitio. De modo que todos se sorprendieron, desde el alcalde del pueblo, hasta el enterrador del cementerio, que los tres muchachos declararan su firme intención de conservar la casa y los negocios de sus difuntos padres.
Porque era bien sabido que los señores Ryder no eran los primeros en morir de forma antinatural en aquella casa. Pero esa es otra historia, y sería alargar demasiado lo que os quiero contar. De manera que mejor entremos en lo que nos incumbe.
Jessie Ryder era la mayor de los vástagos, ahora tenía veintitrés años, y los jóvenes del pueblo la consideraban una mujer a tener en cuenta a la hora de matrimoniarse. Pero por la que la mayoría moría era por la menor de las hembras. Se llamaba Mishell, recién había cumplido los veinte años y era considerada una beldad en el pueblo. El menor se llamaba José, y aunque su nombre era más tosco que el de sus hermanas, también era un muchacho muy agraciado, y no eran pocas las jovencitas que soñaban en convertirse en la señora Ryder, aunque eso supusiera vivir en la vieja e intimidante mansión. José hacía no mucho que había cumplido la mayoría de edad.
A pesar de ser personas de gran belleza física, también se les consideraba raros, especialmente por los adultos, quienes no se dejaban engañar tan fácilmente por un rostro bonito. Esta rareza se reflejaba en el poco trato con la gente del lugar, en su proceder huraño y en su poca hospitalidad. Jamás habían consentido en ceder la mansión para alguna fiesta de la localidad, ni se habían asomado a fiesta alguna. Ni que decir del viajero que necesitaba un lugar donde pasar la noche, sencillamente le cerraban la puerta en la nariz.
Y la gente, lentamente, empezó a poner historias misteriosas a estas maneras de proceder. Pero por supuesto, todos eran rumores inventados. Los Ryder eran, en pocas palabras, personas que gustaban de su privacidad y de la ociosidad en su mansión.
Pero los rumores pueden ser peligrosos, fue lo que empezó a repetir frecuentemente la mayor de los Ryder.
─Tenemos que ser más sociables ─dijo una noche de otoño, a mitad de la cena.
Mishell y José no dijeron nada. Se miraron de manera significativa, así durante largos minutos, casi sin moverse ni parpadear, y asintieron al fin. Pensaban en las historias, muchas de ellas ciertas, que habían escuchado durante los años de sus cortas vidas. Sí. Lo sabían. Conductas extrañas llevaban a la desconfianza de la comuna, y la desconfianza llevaba al temor, y muchas veces ese temor, infundado en la mayoría de los casos, llevaba a la gente a cometer toda clase de locuras. La quema de los implicados no era la mayor de todas. De manera que, aunque no les agradaba la perspectiva de socializar con la gente del lugar, la perspectiva de acabar en la hoguera les era aún menos halagadora.
Pasados algunos días, pensando aún en la manera de acometer su nuevo estilo de vida, alguien llamó con la aldaba a la puerta de la mansión. Fue un solo golpe, fuerte y repentino, y los tres hermanos dieron un respingo, alarmados. Afuera la lluvia caía, no torrencial pero sí pertinaz, y los relámpagos hendían la noche periódicamente. ¿Quién podía llamar a la puerta a esas horas de la noche, bajo la lluvia?
Un rayo iluminó los cristales de la ventana, y el trueno se oyó tres segundos después. Acto seguido volvieron a llamar a la puerta. Pero aquel llamado les ponía la carne de gallina, sentían temor, y no sabían ni por qué.
Llamaron una tercera vez y decidieron ir juntos.
Jessie, la mayor, manipuló el picaporte y entreabrió la puerta. En el umbral había un joven, con el cabello pegado al rostro y una alforja al hombro. Pese a la tenue luz que lo alumbraba, ninguno de los Ryder dejó de observar, y que pese a estar mojado como un pollo, era un muchacho de buen porte y muy guapo.
─Buenas noches ─saludó, apartándose un mechón que tenía pegado a la frente. Ninguno de los Ryder contestó, embobados como estaban, observándolo─. Soy un joven que está de paso, pero la lluvia me atrapó a mitad de camino, y no pido más que un trecho de vuestro piso para pasar la noche.
Eh allí la oportunidad de empezar a socializar.
Lo invitaron a pasar, mostrándose amables y atentos, quizá más de lo que habían planeado en un principio.
Una hora más tarde, el joven se encontraba seco y calientito. Mishell había conseguido unos pantalones y una camisa a su medida, mientras José avivaba el fuego de la chimenea y Jessie preparaba chocolate en el hogar. Pocos visitantes han sido recibidos con tanta delicadeza como lo fue aquel joven, que en ningún momento dejó de notar que sus anfitriones lo miraban más de lo debido.
Tras la primera taza de chocolate vino una segunda, y después un cuenco de sopa de puerros y setas con trozos de carne de cordero, ideales para calentar en una noche fría como aquella. Fue hasta entonces que los Ryder dieron sus nombres y preguntaron el suyo al visitante.
─Nuram Wells ─se presentó el joven, que besó con gran delicadeza los dorsos de las manos de las muchachas y dio un fuerte apretón de manos a José, que durante un segundo se pasó la mano allí donde Nuram lo había apretado, así como las jóvenes se acariciaron donde los labios del joven les había rozado.
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Editado: 26.05.2022