Historias de terror

La promesa de Cristopher Rod (III)

 

Pensó en una y mil formas de llevar a cabo aquella tarea. Pero ninguna terminaba por convencerle. Empezó a buscar en internet. Es increíble lo que se puede hallar en internet. ¡Veneno! Eso era. Necesitaba veneno. Puesto que ya no tenía contacto con ella nadie sospecharía de él. Consiguió el veneno de manera anónima, y cambió sus ya tradicionales borracheras por noches de espionaje.

Él tipo la visitaba casi a diario, a veces la sacaba a pasear, de noche, algo que a él nunca le habían consentido. A veces los que salían eran sus padres, y se quedaban los novios solos. Fueron las noches que más tentado estuvo de entrar y asesinarlos como simples animales. Pero esperó. Sabía que tarde o temprano le llegaría su oportunidad.

Y la oportunidad llegó.

Llegó casi tres semanas después de que empezara su misión de espionaje, pero llegó. Salieron los padres y sus hermanos, y ella y su novio los acompañaron. Cristopher había sido su novio casi un año. Conocía los hábitos de ella, conocía lo que hacía, y conocía la casa. Principalmente conocía la puerta trasera, cuya llave de repuesto se escondía tras el marco de una manta bordada.

Entró a la casa muy nervioso, pero sin mirar atrás. Recorrió el pasillo con pisadas largas pero silenciosas. Subió las escaleras y entró a la habitación de Annie. Estaba tal cual la recordaba, e inmediatamente sintió que la situación amenazaba con desbordarlo. La cama, el armario, la silla junto al escritorio de la computadora, la repisa con sus innumerables pares de zapatos, y el pachón color fucsia que se llevaba los días que iba a correr: su objetivo. Annie iba a correr tres veces a la semana: martes, jueves y sábados. Y siempre llevaba su pachón. Lo lavaba todos los lunes, y las otras veces sólo lo llenaba del refrigerador y salía a correr. Unas gotas de aquel veneno mortal, y Annie moriría antes de terminar su caminata.

Pero de pronto no se sentía tan seguro. De pronto, estando en aquella habitación en las que ya algunas veces había estado, sentía más nostalgia que odio o rabia. De pronto recordó esos momentos tan felices, a su lado, su sonrisa, su andar, y sintió que las lágrimas anegaban sus ojos. Había extraído el frasquito con veneno, lo apretó con fuerza, y lo sostuvo así durante unos instantes. Pero al final supo que no era capaz, no sería capaz. Por más que le hiriera estando con otro, él la amaba, y se supone que el amor no mata. Así que volvió a guardar el recipiente en su bolsillo y abandonó aquella casa apesadumbrado.

 Pero no fue a su casa. Se dirigió a la cantina acostumbrada y empezó a beber hasta embriagarse. Sentía que había hecho lo correcto, pero una especie de voz en su interior le decía que era un cobarde, un idiota, que mientras ella viviera sería un desdichado. Pero Cristopher Rod ya lo había decidido, rompería su promesa, y dejaría que Annie fuera feliz con quien quiera que eligiera, o una libertina, que en este caso era igual.

Faltaba poco para la media noche cuando abandonó el bar. Se había tomado más de diez cervezas, pero no se sentía tan ebrio como en ocasiones anteriores, quizá ya le empezaba a coger el truquillo, eh. Y lo mejor es que sentía una relativa paz en su interior, no había cometido ninguna locura, había hecho lo correcto.

Caminando por un estrecho callejón, una calleja que no acostumbraba transitar, de pronto ruido por delante y por detrás. Dos tipos sucios y desaliñados le salieron al paso, otro cerró la trampa por detrás.

 

―¿Qué quieren? ―preguntó Cristopher. Su voz era pastosa y temblorosa.

―La cartera ―dijo uno.

―Claro. ―Le temblaban las manos mientras se rebuscaba en el pantalón. Pero consiguió extraer su billetera. También sacó su celular.

Uno de los asaltantes se acercó. En su mano empuñaba un cuchillo. Los ojos de Cristopher miraban al cuchillo abiertos como platos por el terror. El asaltante alargó la mano para tomar las pertenencias de Cristopher. Él se las entregó. Entonces sintió un golpe en la espalda. Pensó que lo habían golpeado, pero luego sintió que algo cálido y líquido le bajaba. «Me han apuñalado», comprendió. Un nuevo golpe en el vientre «otra puñalada» y Cristopher sintió que las rodillas le temblaban, incapaces de sostenerlo. Otro en la espalda, y otro en el vientre; luego sonidos de pasos que se le alejan.

«¿Por qué?» se preguntó interiormente. El dolor vino de golpe, fue atroz. Las rodillas se le doblaron y cayó al suelo, sentía las manos empapadas de sangre, en la espalda el vital líquido le manaba casi como un arroyuelo. Pensó en gritar pidiendo ayuda. Pero tenía la boca seca y apenas emitía sonidos roncos. Hizo un esfuerzo por ponerse de pie, pero las heridas le dolían demasiado, las piernas le temblaban y la visión se le puso borrosa a causa del esfuerzo. Entonces comprendió que estaba perdido y se dejó estar. Se quedó inmóvil, esperando la muerte, o quizá un milagro.

Permaneció largo rato tendido, desangrándose, muriendo con lentitud. Pensó que en cualquier momento alguien lo encontraría y lo ayudaría, pero ese alguien nunca apareció. No supo en qué momento empezó, pero se percató que amargas lágrimas escapaban de sus ojos. Pero no temía a la muerte en sí, le inquietaba la idea de morir simplemente. Lo que le hacía derramar abundantes lágrimas, y hacía que su corazón se contrajera de dolor, era la idea de no volver a ver a Annie. Y la imaginó muy feliz con su nuevo novio, quizá ni acongojada por su muerte en aquel callejón solitario, quizá ni iría a su velatorio.




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