Historias de terror

Temor a la oscuridad (II)

Había empezado a jadear, el aire escaseaba en la habitación y no estaba llegando a sus pulmones. De pronto estaba débil, y la atmósfera pesada (o quizá la oscuridad) oprimía su cuerpo. Intentó alzar la mano para encender las luces, pero sus fuerzas eran insuficientes para realizar tan nimia tarea.

El punto culminante de su tortura lo representó aquello que se deslizaba hacia él, algo que nunca vio, pero que sintió enroscarse en sus pies, frío como témpano. Era algo que reptaba y se enroscaba, ascendiendo de manera lenta e inexorable, algo que pretendía matarlo, algo que iba a matarlo… Pero entonces su madre entró en la habitación como una tromba y encendió las luces. Al abrir los ojos, Matías no vio nada en torno de sus piernas.

Ese episodio había sido real ¿verdad? ¿O era solo una trastada de su mente? Ya no estaba seguro. En realidad, no estaba seguro de nada. Bien pudo haber sido un sueño que su mente transformó en una experiencia real.

¿Y si Arnoldo tenía razón?

Esa fue la pregunta que lo torturó las semanas siguientes. Supo entonces que no tendría sosiego hasta que saliera de dudas. Así que decidió hacer una prueba. Sin embargo, no tenía por qué arriesgar a su familia, era algo que debía hacer solo.

 No le contó a nadie, fue una decisión tomada por sí solo. A su esposa le comunicó que estaría una noche fuera por motivos de trabajo. Ella se sorprendió, ya que era la primera vez que no compartiría la noche con Matías, pero no perdió tiempo con preguntas innecesarias. Conocía a su esposo, y sabía que, si él no le contaba nada por voluntad propia, ninguna de sus preguntas conseguiría sonsacarle algo. Él le encargó que encendiera las luces en cuanto el sol se estuviese poniendo y que cuidara a sus hijos.

Matías salió en el coche y pagó cuarto en un bonito hotel, a poco más de un kilómetro de su casa. Se dio un relajante baño, se entretuvo leyendo un libro, y a eso de las ocho bajó a cenar.

Cuando subió a su habitación eran las nueve y media. Había dejado las luces encendidas y, mientras cogía valor para apagarlas, empezó a pensar en lo que podía ocurrir cuando por fin se quedara a oscuras. ¿Se abalanzarían sobre él los horrores de los que hablaba su madre? ¿Volvería a experimentar lo que vivió de niño? ¿No ocurriría nada, como aseguraba Arnoldo?

Poco después se dijo que nada conseguiría formulando preguntas para las que no tenía más que conjeturas. La única manera de salir de dudas era apagando las luces.

Y entonces presionó el botón.

La oscuridad lo envolvió de golpe. Matías sintió que el corazón se le aceleraba, y durante largos instantes contuvo la respiración. Permaneció junto al interruptor un minuto, inmóvil, expectante, un minuto en el que nada ocurrió.

«A lo mejor esperan que me aleje del interruptor ―pensó, aún incrédulo de que nada le hubiese ocurrido―. Porque para ellas, estar cerca del interruptor es como que posea un arma a la mano». De manera que continuó un buen rato de pie, inmóvil y expectante. Y en torno suyo nada extraño ocurría.

Con parsimonia empezó a dar pasitos, uno primero y luego otro, a tientas, buscando el sofá frente a la televisión. Dio con el sofá, se sentó y permaneció otro largo rato en silencio, envuelto en oscuridad. Poco a poco sus labios empezaron a estirarse en una sonrisa. No ocurría nada. Ni atmósfera pesada, ni escasez de aire, ni algo reptando hacia él. Nada. Absolutamente nada. Casi le daban ganas de brincar de júbilo.

Largo rato permaneció a oscuras. En el sofá, en la cama, incluso fue al baño a tientas, en cuyo trayecto consiguió un buen golpe en la espinilla. Pero nada conseguía arrebatarle la euforia que sentía, al saberse liberado de aquella maldición que su madre había recargado en sus hombros. Ahora sabía que no tenía que cargar con ella. Todo habían sido inventos de su madre. Lo sabía, estaba seguro.

Tan exultante como estaba decidió ir a casa de inmediato. No necesitaba más pruebas. Su esposa tenía que saber que a partir de ese día podían ser una familia normal.

Bajó las escaleras casi flotando. Pagó en recepción y fue a por su coche. Su reloj marcaba las once de la noche. Las calles estaban desérticas, y en la zona donde residía, oscuras. «Se fue la energía eléctrica», comprendió. Conforme se acercaba a su casa se percató de que esta estaba igual de oscura que las demás. ¡Demonios! ¿Es que también se había dañado la planta a gasolina?

Y de pronto empezó a sentir miedo. De pronto el tipo confiado y exultante del hotel había desaparecido, ocupando su lugar un Matías asustado. Mirar su casa a oscuras consiguió que temblara por el temor. Nunca la había visto así y, decididamente, no era una imagen agradable. Empezó a temer por su familia: por su esposa, por sus hijos. La negrura era espesa, como si gozara de cierta solidez, y comprendió que su madre temiera a semejante oscuridad. Ahí, cualquier cosa podía acechar. La penumbra de su habitación del hotel palidecía ante aquella negrura.

Con el corazón en un puño tomó la linterna de la guantera y bajó aprisa.

El pasillo de la casa aparecía oscuro, negro, y de inmediato Matías supo que algo muy malo ocurría allí. Llamó a gritos a su mujer, pero no obtuvo respuesta. Solo silencio, un silencio angustiante. Un silencio que lo agobiaba, una noche que lo envolvía y un aire que se volvía pesado, casi irrespirable. Echó a correr, abrió de un empujón una puerta y se abalanzó sobre la planta a gasolina y la encendió a prisas. No estaba averiada, simplemente nadie la había encendido cuando la corriente de la zona se cortó.  




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