Unos cien metros más abajo empezaba el lago, cuya agua verde-azulada a ratos se volvía plateada por los reflejos del sol. El agua le recordó que no había tomado agua desde el accidente, ni probado bocado. Más extraño aún, no sentía ni el menor atisbo de hambre o sed. Todo resultaba de lo más extraño. De todas maneras, eso no venía al caso en esos momentos.
Sin tiempo que perder se puso a caminar para rodear la montaña. Tenía que llegar cuanto antes a casa para despreocupar a sus parientes. Era una verdadera pena que los demás hubieran muerto en las entrañas de la montaña. A los parientes de estos sí que no podría despreocupar.
De tan mejor que se sentía hubo un momento que en lugar de caminar mejor se echó a correr. Se sentía tan liviano y tan vigoroso que no dejaba de sorprenderse, más después del castigo que había recibido en las cavernas. Hubo unos instantes en los que tuvo la sensación de volar, cuando corriendo saltó una cuenca de más de dos metros de ancho, en esos momentos tuvo la impresión de que se elevó muchos metros y que salvó más de una decena de un solo salto, pero lógicamente esa sensación no era más que el reflejo de la euforia que lo embargaba. Era imposible saltar semejante distancia, ¿verdad?
Llegó al otro lado de la montaña en menos tiempo de lo que hubiera imaginado. A su izquierda, a poco más de un cuarto de milla, había maquinaria y una gran multitud, intentando rescatar los cuerpos de las víctimas.
Toda la euforia lo abandonó de golpe. Escuchó llantos y gritos ahogados, el gemido de los motores, el tintineo de las picas contra la piedra y el lamento de madres, esposas y otros parientes suplicando un poco más de prisa para rescatar a los enterrados. De pronto todo el peso de lo ocurrido pareció recaer en sus hombros, y se sintió cansado en exceso, dolorido física y mentalmente, y el recuerdo del desastre lo hizo estremecerse. Pensó que debía ir hacia la multitud y alegrar a unos cuantos con su presencia, pero sabía que serían mucho más los tristes, amén de que podía insuflar falsas esperanzas en los corazones de los que tenían familiares y amigos en el centro de aquella enorme montaña. Mejor debía ir a casa, relajarse un rato y pensar con detenimiento sus siguientes movimientos.
Fue así como dio la espalda a la muchedumbre y a la enorme mole y se dirigió a casa, toda euforia quedada atrás. Había sido como si durante unos instantes hubiese olvidado todo lo que había ocurrido. Se había sentido tan bien. Pero tras él estaban los testigos de que el desastre era muy real, de que su ambición había llevado a la muerte a decenas de personas, amigos y empleados sin discriminación. Y sabía que era culpable. Peor aún, si las personas equivocadas descubrían que los túneles se habían practicado sin las medidas de seguridad suficientes, podía ser acusado de negligencia y enviado a la cárcel de por vida. Era una idea tan aterradora como la de morir aplastado por centenares de toneladas de tierra y piedra.
Vislumbró el porche de su hogar poco después. Además de los animales domésticos y de corral, el resto de la casa parecía desierta. Cómo no. Seguro que todos le lloraban frente a las ruinas de la mina. Pues aprovecharía para darse un baño y relajarse unos minutos, después regresaría con la multitud para que le vieran, y supieran que él era un sobreviviente.
Uno de los perros que había por allí cerca empezó a aullar de forma lastimera, lo súbito del aullido le provocó un brinco nervioso. Más que un brinco, lo que el aullido en realidad le provocaba era una especie de hormigueo, como si el ruido lo hubiese tocado haciéndolo reverberar. Fue algo extraño.
Atravesó la verja de la casa y casi corrió hacia el porche. Al aullido del primer perro se le sumó el de un segundo, luego el de un tercero, y poco después, hasta los gatos maullaban como si hubiesen perdido algo preciado. Y cada aullido, cada maullido, parecía repercutir en él. Sentía que todo él temblaba, oscilaba, y de alguna manera sabía que se debía al ruido de los animales, y eso lo aterraba.
Sintiéndose un gong golpeado por un martillo, entró a la casa raudo. Hasta ese momento no se había percatado que tanto la verja como la puerta las cruzó sin siquiera abrirlas. Continuó avanzando por el pasillo, ignorante aún.
Dentro el ruido era más tenue, y pudo sentir paz. Se metió a la regadera y aunque la abrió, tampoco se dio cuenta que el agua le atravesaba de la cabeza a los pies. Permaneció largo rato bajo el agua, horas quizá, era tan relajante. Pero recordó que tenía obligaciones y dejó el agua, aunque a regañadientes.
La sorpresa se la llevó cuando quiso verse en el espejo para arreglarse el cabello. Aunque estaba frente al espejo, éste, simplemente no reflejaba nada. Retrocedió aterrado, aturdido, inconexo. ¿Pero cómo? Se palpó el rostro, lo sentía bajo las yemas de los dedos. Se pellizcó la mejilla, sintió la piel, pero no el dolor. ¿Qué ocurría? ¿Es que acaso era un vampiro? No, no era eso. Entonces se dio cuenta de lo de la verja, de lo de la puerta, el agua, la fisura del suelo que saltó, de su pronta recuperación, del jaleo de los animales… ¡Era un fantasma!
En esos momentos los perros arreciaron en su escándalo, y pronto empezó a oír ruidos humanos: llantos y gritos lastimeros, eran los más discernibles. Cerca, cada vez más cerca. Sintió una especie de nudo en la garganta, y miedo, mucho miedo. Tembloroso y aterrado caminó hacia la salida. Cruzó la puerta y vio un numeroso grupo entrar por la verja. Reconoció a su anciana madre, dando grandes gritos, su esposa no se quedaba atrás, algunas primas también lloraban de manera inconsolable. Nadie reparaba en él. E intuía por qué.
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Editado: 26.05.2022