Historias de terror

Lo que las lluvias trajeron (II)

¡Toc! ¡Plach! Pausa. ¡Toc! ¡Plach! De nuevo.

Concluyo que el agua ya ha llegado hasta la pared de la casa. Pero qué produce el ruido es algo que escapa a mi mente. Quizá algún tronco, una caja o algún objeto que el agua hace chocar con otro. ¿Pero y el chapoteo? Además, me doy cuenta, no se oye el canto de ninguna rana. Todo se me hace raro, y el miedo me paraliza en la cama.

Permanezco largo rato en el lecho, inmóvil, aterrado, sin saber qué hacer, y de inmediato mi mente va a las cosas sobrenaturales, monstruos y seres de leyenda, con lo que sólo consigo aterrarme más.

Me debato interiormente sobre qué hacer: ¿Enchamarrarme bien y obviar lo de fuera? O ¿Levantarme e ir a averiguar lo que ocurre? Tras unos minutos me decido por lo segundo.

Tomo la linterna de mano y quito la tranca de la puerta con reverencia. Fuera cae una fina llovizna y el suelo está encharcado. La puerta queda al lado contrario a la laguna, de modo que empiezo a rodear la casa para averiguar la fuente de aquellos ruidos. Tengo miedo y todo el tiempo temo que veré algún monstruo junto a la pared, aunque mi mente consciente me repite que ha de tratarse de algún objeto que el agua hace chocar con alguna otra cosa.

 Me doy cuenta muy rápido que el agua ha desbordado la laguna y que esta lame la pared de fondo de mi casa, otra lluvia y mi casa se inundará.

Llego a la esquina y respiro hondo antes de asomarme. El cocodrilo da un último golpe con la cola a la pared de la casa y se hunde con un fuerte chapoteo. Casi me caigo de culo y corro alejándome lo más que puedo del agua. «¡Un lagarto!» pienso asombrado y asustado a la vez. Todo el tiempo he tenido un cocodrilo junto a mi cama, golpeando la pared, chapoteando, quizá oliéndome, intentado abrir un hueco para cazarme.

Alumbro la superficie del agua, temeroso de que la criatura se deslice hacia mí. Lo único que veo es calma, y la llovizna que empaña un poco mi visión. Si vuelve a llover el agua penetrará en la casa y me encontraré a merced de aquél reptil. De modo que resuelvo irme a casa de mi madre.

¡Un cocodrilo! No dejo de pensar en ello mientras pedaleo por el encharcado camino. ¡Un cocodrilo junto a mi casa! ¡Joder! ¡Faltaba más!

*****

Por la mañana busco a uno de mis pocos amigos, aficionado a la caza y a la pesca, y le comento el incidente de la noche anterior.

―¿Un cocodrilo? ―Repite asombrado.

―Sí.

―¿Estás seguro?

―Claro que sí.

―¿Completamente seguro?

―Que sí.

―Perfecto. Nos llevamos mis armas y esta misma tarde lo cazamos.

―Esperaba que dijeras eso ―sonrío aliviado.

A media tarde estamos apostados en el patio de mi casa. El agua sigue lamiendo la pared de fondo. Por suerte no ha vuelto a llover. Y de alguna manera aquel cambio en mi rutina me tiene con diferente humor, casi podría decir que estoy emocionado. Por una vez lo de las lluvias no me ha traído sólo pesadumbre. Ya quiero cazar aquel reptilillo.

La tarde pasa lenta y monótona. No se ve nada fuera de lo normal en el agua, excepto las pequeñas ondas que algún insecto causa al posarse en su superficie. Empiezo a plantearme si en realidad había visto algo anoche. O quizá la criatura se marchó a otra parte. Pero nadie dice nada y continuamos vigilando.

Poco antes del crepúsculo aparece mi hijo mayor. Al preguntarle que qué hace allí, responde que ha oído a la abuela comentar que ando cazando lagartos y que él quiere ver. Interrogo con la mirada a mi compañero, él se encoge de hombros, de modo que le digo a mi pequeño que puede quedarse, pero que se mantenga a una distancia prudente y en silencio.

La tarde da paso a la noche, una noche clara y estrellada que pronto es adornada por un magnifico cuarto creciente y la superficie del agua se ve salpicada de halos argénteos. Sin embargo, no hay rastros del cocodrilo. Conforme pasan las horas me convenzo más y más que en el agua no hay nada, lo de la noche anterior, quizá después de todo, sólo fueron alucinaciones.

A eso de las diez de la noche le echo un vistazo a mi hijo. Está unos diez metros atrás nuestro, recostado en el tronco de un árbol de mangos, cabecea por el sueño. Pienso que sería mejor desistir de aquella empresa. Mi hijo necesita dormir sus diez horas. Estoy a punto de decirle a mi compañero sobre mi idea, cuando en la sombra que proyectan las ramas del mango, veo una sombra aún más negra. Se me congela la respiración y un terror como nunca antes he sentido me invade.   

La sombra se mueve sobre dos piernas, pero si de algo estoy seguro es que no se trata de algo humano. El silencio parece condensarse, el tiempo detenerse y una sensación de opresión se cierne en el lugar. Mi compañero lo siente, porque deja de observar el agua para ver hacia donde yo miro, y aunque no le veo el rostro, sé que también se aterra.

La sombra continúa avanzando. Ya se ha dado cuenta que lo observamos porque acelera sus movimientos, movimientos que lo llevan hacia mi niño.

Grito aterrado y apresto la escopeta que descansa en mis rodillas. Mi grito despabila a mi compañero que también prepara su arma; y a mi hijo que se echa a llorar.




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