De regreso a casa mi hermano siguió incordiándome. Yo prácticamente no le puse atención. Estaba aterrado. No recuerdo haber hecho nada, pero de todas formas era cómplice de un asesinato. Una y otra vez se repetían en mi mente el estampido de los balazos, un rostro ajado de barbas sucias y grises retorciéndose un segundo antes de morir sin saber por qué, y la sonrisa desquiciada de Poulder. Cada auto que se nos cruzaba se me antojaba el de la policía que iba a arrestarnos. Mi hermano seguía exultante a mi lado. Fui incapaz de increparle nada porque era evidente que se había vuelto loco, y lo que menos necesitaba era echarme encima la ira de un maniático.
Al llegar a casa me sujetó del brazo para que yo no echara a correr a mi habitación.
―Hoy fuimos a los videojuegos y después al cine ―me advirtió. Su vos era amenazadora―. ¿Entendido?
―Sí ―alcancé a balbucir.
―No hables de esto a nadie y te darás cuenta que todo sigue igual de bien. Los actos de este tipo solo pueden ser castigados por la ley, la ley de los hombres, de nadie más.
Le hice caso y no hablé de ello a nadie. Pasaron los días y las semanas, y aunque al principio tenía pesadillas en las que un hombre de rostro ajado y barbas sucias moría, y otras veces me perseguía, pronto dejaron de ser periódicas para convertirse en sueños esporádicos, hasta que por fin desaparecieron. Mi sensación de bienestar incrementó al no aparecer la policía con grilletes para encarcelarme.
Sin darme cuenta, de manera paulatina, mi subconsciente iba dándole la razón a Poulder; no importaba lo vil que fuera el acto, solo eran castigados si los hombres lo descubrían. Quizá después de todo no había algo más allá de nuestra percepción sensorial, quizá después de todo no existía lo que las religiones denominan pecado, sino solo acciones.
*****
Creí que la muerte de aquel indigente había sido la cúspide de los intentos de Poulder por demostrarme que no existe nada más allá del mundo objetivo, de lo real y lo tangible. ¡Cuán equivocado estaba! Aquel suceso sólo fue el primer eslabón de una serie de sucesos a cuál más descabellado y aterrador, que pusieron a prueba mi cordura y todo en cuánto creía. Mi hermano Poulder, hoy me atrevo a decirlo, simplemente se había vuelto loco. Pero no un loco cualquiera, sino uno peligroso, maniaco, encaprichado en demostrarme que no existe ningún Dios ni nada sobrenatural. Y lo estaba logrando.
¡Hasta el fatal desenlace!
Durante el siguiente año, hasta mi cumpleaños dieciocho, me forzó a ser su acompañante en muchas de sus correrías. No digo que me forzó solo para mitigar la culpa, o para parecer la víctima, porque de ningún modo lo soy. Pero sí es cierto que chantajeó, obligándome a acompañarle. Al principio amenazó con contarle a mis padres lo que hacíamos cuando salíamos, y cuando esto no funcionó, me amenazó con asesinarles, ¡a mis padres, sus padres! Sí que estaba loco, y le creí, de modo que me vi arrastrado en la vorágine de locuras y monstruosidades que al final acabarían con él.
Dos meses después del asesinato del indigente en una esquina de la ciudad, me hizo acompañarle a una casa a las afueras de la ciudad. Cuando vi que le puso una placa falsa al coche, supe que nada bueno estaba tramando.
―Sólo quiero que vigiles ―me dijo mientras conducía, sus ojos brillaban de la excitación y la malicia―. Lo tengo todo planeado. Sólo márcame al móvil si ves que alguien quiere entrar a la casa, yo me encargo del resto.
Al cabo de un rato aparcó bajo la sombra de unos árboles, frente a una casa de dos pisos sumida en las sombras. No vi que tomara el arma de la guantera ni otra cosa que sirviese como tal, me preguntó si había atendido a las instrucciones, y tras asegurarle que sí, salió del coche y se dirigió a la casa con paso seguro.
Durante un buen rato estuve solo en el auto, nervioso y preguntándome qué hacía Poulder en la casa. ¿Robando?, esperaba que no. ¿Visitando a alguna chica mientras los padres estaban ausentes?, esperaba que sí, pero de ser así no hubiese pedido mi compañía. Y desde luego, no habría estado tan nervioso de saber que hacía algo tan común y mundano.
Regresó al cabo de una media hora. Cuando subió al coche vi en su rostro una sonrisa de satisfacción y en sus ojos el brillo de la locura. Cerró la puerta, sacó su móvil, buscó algo y me lo pasó al instante siguiente.
―Primero la violé y después la asesiné ―me explicó.
Ocupaba la pantalla del móvil una fotografía terrorífica y escalofriante: una joven desnuda, casi descuartizada, yacía sobre una poza de sangre, los cortes iban desde los pies hasta los senos, lo único intacto era el rostro, que estaba demudado por el dolor y el terror.
―¡Pero si es tu exnovia! ―logré balbucir.
―Y a partir de ahora no podrá volver a ponerle los cuernos a nadie ―sentenció. Me quitó el celular, encendió el motor del auto y regresamos a casa.
Esa noche, por primera vez, imploré una señal de lo alto, necesitaba saber que había alguien que miraba lo que estaba sucediendo. Primero aquel pobre indigente, ahora su exnovia. Ya no sólo le temía a mi hermano, ahora lo odiaba y necesitaba saber que sería castigado. Pero, como el mismo Poulder aseguraba, los rezos no obtienen respuestas porque no existe quien los escuche. Temía que tuviese razón.
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Editado: 26.05.2022