Historias de terror

Mi hermano Poulder (III)

―¡Listo! ―señaló Poulder por último, dirigiéndose a mí, y el miedo me recorrió el cuerpo en forma de escalofríos.

Era muy entrada la noche, de modo que no se nos hizo difícil ocultarnos entre los setos del jardín frontal de los Johns. El padre no tardó en hacer acto de presencia, la casulla blanca lo hacía inconfundible en la oscuridad de la noche. Poulder sostenía el arma con firmeza en la mano. ¿Cómo podía estar tan tranquilo? Estoy seguro que yo hacía temblar los setos con mi nerviosismo. Y tentado estuve, incluso, de salir corriendo y dar aviso al sacerdote. Pero, además de mi miedo y cobardía, estoy seguro que también me habría abatido junto al cura.

El padre enfiló por el senderillo que atravesaba el jardín, pasó junto a nosotros, tranquilo, sin saber lo que se cernía sobre él. La casa de los Johns estaba oscura, y ni aún eso lo hizo sospechar. Llegó hasta el timbre y llamó no una, sino varias veces, hasta que en el pasillo se oyó la malhumorada voz del Señor Johns, que increpaba algo sobre los desconsiderados que se atreven a despertarlo a tales horas de la noche.

Poulder apuntó con el arma y se oyó dos silbidos que hendieron la quietud de la noche. El cura permaneció tranquilo, miró a ambos lados como desconcertado, yo vi cómo su vestimenta se tornaba roja allí donde los tiros le habían acertado y después se derrumbó, justo en los brazos del señor Johns que en ese instante abría la puerta.

Nosotros nos dimos a la fuga, mientras el sorprendido Señor Johns sostenía, desconcertado, al cura de su iglesia. A lo lejos alcancé a oír cuando, recuperado de la conmoción, empezaba a gritar pidiendo ayuda.

*****

El que fue a la cárcel fue el señor Johns. Su historia no coincidía con el arma que la policía encontró escondida en su casa. De alguna manera Poulder había escondido un arma de igual calibre a la utilizada por él. Mientras se demostraba la inocencia del acusado, sí es que llegaba a demostrarse, su casa permanecía sólo al cuidado de su esposa, casi sola, que era justo lo que Poulder buscaba, como más tarde averiguaría. ¡Maldito Poulder! Tenía una forma muy retorcida de hacer las cosas. Por su culpa estoy ahora en un estado de ansiedad miserable.

 Pasaron los días y yo cumplí la mayoría de edad. Lo celebré pegándome una buena borrachera. Pero mentiría si les digo que lo hice para celebrar mi onomástica. Eso dije a los demás, pero en el fondo quería olvidar tanto terror vivido en los últimos años. Dicen que el alcohol hace olvidar las penas: Déjenme decirles que es falso. Todo lo contrario, acentúo mis horrores. No dejaba de pensar en la túnica blanca tiñéndose de rojo, en el médico abatido a mitad de la calle, en las dos mujeres violadas y asesinadas, en el indigente que murió sin saber por qué. Y sobre todo veía a Poulder, sonriente, malicioso, tan feliz de la vida como el que más. Y yo me preguntaba dónde estaba el castigo de los que tanto habla la biblia, dónde estaba Dios para juzgarlo, dónde estaban los fantasmas para que lo acosaran por las noches… ¿Dónde?... ¿Dónde?...

Poulder continuaba feliz y sonriente, planeando su siguiente jugarreta. Yo ya casi estaba convencido de que nunca recibiría su castigo, casi estaba convencido de que en realidad no hay nada más allá de lo que se puede ver y tocar…

―Ven hermano, tengo algo que contarte ―me dijo tres días antes de Halloween, hace cinco días para ser más preciso.

Yo escuché su plan, francamente interesado. «Después de todo ―me dije―, si nos descubren, no hay castigo», sin embargo, sí que podía llegar a disfrutarlo.

―Esta vez no te obligaré ―me dijo―. Lo dejo a tu arbitrio. Vengas o no vengas, de todas formas, lo voy a hacer.

―Te acompaño ―confirmé mi participación.

Lo hicimos el día de Halloween. Nos disfrazamos hasta quedar irreconocibles, él era un hombre lobo y yo un vampiro. Yo estaba nervioso, aun así, estaba dispuesto a hacerlo. Vigilamos a ambos lados de la calle y después tocamos el timbre de los Johns. Abrió la señora Johns:

―¿Dulces? ―preguntó.

―Dulces ―confirmó Poulder.

La señora se dio la vuelta para ir a por los dulces, Poulder la siguió y le aplicó un pañuelo cargado con cloroformo. Se durmió al instante. La amordazamos y la metimos en un armario. Nos sentamos a esperar que las niñas regresaran.

Regresaron al cabo de una hora. La mayor, Natalie, de trece años, disfrazada de una preciosa princesa árabe; Yohanna, la menor, con sólo once añitos, iba disfrazada de enfermera, y su falda dejaba entrever sus hermosas piernas con cada paso que daba hacia la puerta, sus pechos, menudos, ya se notaban en su blusa ajustada. Sentí mi erección presionar contra las piernas. Ya había elegido mi víctima.

Llamaron a la puerta, abrimos, ocultándonos tras la misma. Entraron, cerramos, quisieron gritar, pero fuimos más rápidos que ellas. Las amordazamos. No las dormimos como a la madre, ¡qué chiste tendría así! Las llevamos a una habitación contigua. Las violamos en la misma cama, al mismo tiempo. Ellas retorciéndose, llorando, sangrando por su parte íntima, nosotros disfrutando como animales. Si no había castigo, ¿Por qué hacer siempre lo recto, entonces?

Sé que estuvo mal. Muy mal en realidad. Pero lo disfruté. Sus carnes tiernas y vírgenes, duras, su sexo sonrosado, la dificultad con que la penetré… Natalie se retorcía al lado de su hermana, pero Poulder la tenía bien cogida. Ella se quedó inmóvil unos instantes, Poulder aflojó en su presa, ella volvió a revolverse y logró arrancar la máscara de lobo de mi hermano. Fue su perdición. Ya nos habían reconocido.




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