Estaban de visita en casa de su tío. En la casa se respiraba silencio, tristeza, aburrimiento e incluso hosquedad. Fuera, la lluvia repiqueteaba sobre el techo de pizarra, contra las ventanas de cristal y enfangaba los patios recubiertos de una fina capa de césped. Hacía tres días que habían llegado; la lluvia les había precedido, y cualquiera diría que seguiría allí cuando se hubiesen marchado. Steven, hijo de la visita y sobrino del anfitrión, se la pasaba malhumorado y antipático, encerrado en su habitación. Su madre lo había llevado contra su voluntad, y ahora resultaba que la maldita lluvia no lo dejaba salir a divertirse. Era el peor viaje de su vida.
En la casa vivía un primo casi de su misma edad. De niños habían sido muy amigos, siempre que sus padres se hacían visitas recíprocas, se pasaban todo el día, delirantes de alegría. Pero esa vez nada era igual. Quizá fuera el clima, quizá simplemente nadie estaba de humor para juegos, quizá porque su tío se la pasaba encerrado en su estudio malhumorado, quizá porque su perrito Doggy había desaparecido el día de ayer, quizá porque su primo había perdido a su madre hacía un año… tantos quizá. Lo cierto es que en aquella casa nadie tenía ánimos para nada más que cruzarse de brazos y lanzar miradas iracundas a la pared. Steven menos que nadie.
Su tía, hermana de su madre, había desaparecido hacía un año exactamente. No había quedado ni rastros de ella. Alguien dijo poco después de la desaparición que, por las pistas, eran tan probable que la hubiesen raptado los extraterrestres como que estuviese escondida en algún rincón de la casa. Aunque claro, ésta persona seguramente había olvidado que la policía registró cada centímetro de la casa.
Steven, a sus cortos siete años, sabía que esa era la razón del ambiente de pesadumbre en la casa. Aunque no entendía por qué tenía que afectarle a él. O al clima, porque estaba seguro que aquella lluvia melancólica era reflejo de la moral en aquella casa. O a Doggy, porque estaba seguro que el perrito se había escapado porque no soportaba el ambiente en la casa. Aunque no entendía cómo pudo salir, ya que las puertas se mantenían cerradas día y noche.
Total, que allí estaba, acostado en su cama, a las tres de la tarde, con el televisor prendido, viendo Cartoon Network, sin escuchar nada por el repiqueteo de la lluvia, sin atreverse a subir el volumen porque le tenía miedo tanto a su madre como a su tío. Se encontraba aburrido, hastiado de aquella maldita visita, maldecía a cada rato a su primo que no quería jugar ni a los videojuegos, a su madre por haberle llevado contra su voluntad, a su tío porque ni siquiera le dio un abrazo cuando llegó hace tres días, además de que no se dejaba ver casi ni para las comidas.
―Aún no supera lo de mi hermana ―le dijo su madre hacía poco, ante las preguntas de Steven.
Steven se le quedaba mirando las pocas veces que lo veía. Su tío rebullía inquieto ante su mirada de niño, no le miraba a los ojos, y a ratos parecía alguien tratando de ocultar algo (¿Ocultar qué?). Pero se reponía rápido, y entonces sí le miraba a los ojos, y Steven, lleno de pavor, como si hubiese visto un monstruo, a un muerto, o un ser sin alma, salía pitando a su habitación.
Harto de estar echado, decidió ir a vagabundear un rato. Ya el día anterior había recorrido la casa de punta a punta, de rincón a rincón, buscando a Doggy, sin ningún éxito. Decidió probar suerte otra vez, registraría todos los rincones de la casa de nuevo. No podía perder a su perrito, así como así. Si no lo encontraba en la casa, estaba dispuesto a ir a buscarlo a la calle, aún a riesgo de una buena regañina y un resfriado.
Los pasillos de la casa estaban en penumbra, las luces no estaban prendidas y de fuera no llegaba más que una tenue claridad. Sus zapatos metían mucho ruido sobre el piso de madera pulida; no es que fuera un ladrón ni nada parecido, pero se sentía como si estuviera haciendo algo malo. Cuando pasó frente a la puerta del estudio, por la rendija de abajo escapaba un haz de luz. Steven imaginó que su tío saldría en cualquier momento a ver qué ocurría, así que aceleró el paso, metiendo más ruido todavía.
Vagabundeó durante una hora al menos. Llamando en susurros a su mascota, inspeccionando aquellas habitaciones que no estaban cerradas con llave, tratando de no dejar rincón sin pasar revista. No halló al perrito. Tampoco nada fuera de lo normal, pero tenía la impresión de que aquella casa guardaba algún secreto, un secreto que hacía que a Steven se le erizara el vello.
Sus pasos terminaron por llevarlo a la primera planta, hasta la trampilla que daba acceso al sótano.
«Aquí no he revisado», pensó de inmediato. Sintió miedo, mucho miedo. De alguna forma supo que no debería estar allí, sintió el impulso de salir pitando hacia su habitación, pero se contuvo. ¿Y si Doggy estaba allí?
Venció la reticencia que sentía, miró a diestra y siniestra, adelante y atrás, las escaleras que ascendían al segundo piso, nadie, estaba solo. La portilla sólo tenía un pequeño pasador de hierro (en ningún momento se le ocurrió que un perro no podría haber abierto la portezuela), lo corrió, y haciendo acopio de todas sus fuerzas, tiró hacia arriba. Al principio no ocurrió nada, pero Steven siguió tirando, con todas sus fuerzas, los tendones resaltando en su cuello, el rostro rojo como tomate. Ni eso lo hizo darse cuenta que un perrito no habría podido bajar por allí. La trampilla crujió, se tambaleó, después ascendió de golpe, Steven cayó a causa del impulso. Ascendió por el agujero en el suelo una nube de polvo, y el olor a moho y a humedad, a miedo.
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Editado: 26.05.2022