Historias de terror

Bajo el suelo (II)

Alumbró la pared al pie de la escalera, tentó y logró encender el foco del sótano. Éste producía una luz amarillenta, menos clara que la lámpara de su celular. Sin embargo, le produjo un gran alivio, la luz alcanzaba casi a todos los rincones del sótano; ya no tendría que preocuparse de las criaturas que se escondieran entre las sombras.

Aun así, se descubrió con miedo todavía. Tenía la sensación de que no debía estar allí, aunque no lograba comprender el porqué de esa sensación.

«A de ser porque nunca antes he estado en ningún sótano ―se dijo―. Sólo un vistazo en aquel armario y dentro de aquellas cajas, después me voy», se prometió. Debería de haber imaginado que no iba a encontrar a su perro ni en el armario ni en las cajas. Lo que sin ninguna duda no imaginó era lo que en realidad iba a hallar.

Abrió el armario con nerviosismo. Adentro sólo había telas de araña, una rata, y lo que parecían ser trapos viejos. Había una caja de madera a un costado del armario. En ella encontró lo mismo, sólo que allí eran dos las ratas. Había varias cajas más, desperdigadas contra las paredes del sótano. Las abrió todas, y en ninguna halló a Doggy, aunque no le sorprendía. No había nada allí, aparte de las ratas, que pudiera provocar miedo, ni siquiera a un niño de su edad, sin embargo, él tenía mucho miedo. A veces tenía la sensación de que estaba justo donde alguien más quería que estuviera. Pero no saldría de allí hasta que escudriñara todo. 

Ya sólo le quedaba una caja, más grande que las demás. Cuando se acercó vio que no era una caja rústica como las demás, sino un enorme baúl barnizado, con relieves de flores en los bordes. Era un baúl muy bonito y no estaba lleno de polvo como los demás. Era el único limpio y agradable a la vista, pero también era el que más suspicacias generaba en el muchacho. Pareciera tan fuera de lugar. Steven se encontró pensando que era el típico lugar donde alguien guardaría un cadáver.

Se acercó más, despacio, con la casi certeza de que su perro estaría allí dentro, muerto, la boca rígida y las tripas de fuera. Estaba que se orinaba en los calzones, pero era un niño con mucho carácter y siguió acercándose. La tapa tenía unas argollas para un candado, pero no tenía candado. Pesaba tanto como la trampilla de allá arriba, pero logró alzarla merced a un gran esfuerzo. ¡Nada! No supo si estaba feliz de que su perro no estuviese allí o, al contrario. Lo cierto es que el baúl estaba vacío.

Bueno, era hora de regresar. Al menos no lo había atacado ningún monstruo del sótano.

Bajó la tapa de un fuerte golpe. Entonces fue que vio la parte del piso junto al baúl, tenía menos polvo que el resto, y ralladuras, como si hubieran arrastrado algo muy pesado sobre él. «El baúl», comprendió el niño, con su inteligencia de niño. Ya estaba cansado de tanta búsqueda, deseaba ir a darse un baño y echarse a dormir, tratar de olvidar a su perrito. Pero se había prometido registrar todos los rincones de la casa, y debajo del baúl, aún era rincón de la casa.

Empezó a empujar el baúl, creyó que le costaría un gran trabajo. Le costó el doble, pero consiguió deslizarlo. «Otra trampilla ―meditó―. ¿Un segundo sótano?» Sólo había una forma de averiguarlo. Esta trampilla era más pequeña y menos pesada que la otra, de manera que la levantó sin mucho esfuerzo. Volvió a prender la lámpara de su celular y empezó a bajar. Tenía miedo, pero también estaba orgulloso de lo osado que se estaba volviendo.

No eran escalones muy grandes, y no descendieron a un segundo piso del sótano, sino que terminaban en una pequeña cueva en la tierra. «Una bóveda ―comprendió, porque el techo estaba apuntalado con madera―. Un túnel, que se interna en las entrañas de la tierra.»

Por fin se convenció de que no encontraría a su perrito allí. Decidió que ya había fisgoneado bastante, no debería tentar demasiado a la suerte. Era hora de regresar.

Cuando se giró para volver, la luz del teléfono se reflejó en una pequeña pieza de metal. Steven se acercó y recogió la pieza: era la hebilla con el collar de Doggy, al mismo tiempo escuchó algo como un aullido a lo lejos, muy dentro del túnel.

Doggy ―gritó, aterrado y contento a partes iguales.

¿Cómo había llegado su mascota hasta allí? Alumbrando el suelo del túnel, se echó a correr. Tenía miedo, pero sabía que más adelante le esperaba su mejor amigo, el perro que tantas veces le había hecho reír.

Sus pasos resonaban secos en el túnel bajo el suelo, las paredes parecían oprimirle y estaban llenas de sombras por doquier, pero continuó corriendo. Más adelante vio que el túnel se ensanchaba hasta formar una bóveda más grande que la primera. Se detuvo donde terminaba el túnel, había visto algo más adelante, algo que definitivamente no era su perrito.

No querría alumbrar hacia el frente, al otro extremo de la bóveda. Sólo había sido una mirada fugaz, pero había visto un monstruo. Y no era su imaginación, podía escuchar sus gruñidos y ronquidos. ¿Qué hacía?

―Doggy ―llamó, con trémula voz―. Doggy, estás allí. Ven acá, amigo.

El monstruo rugió, dio un grito inhumano y se echó a correr con rápidas pisadas. Antes de que Steven tuviera tiempo de echarse a correr, se escuchó el tintineo de una cadena, y el golpe sordo del monstruo al caer tras ser regresado por el tirón de la cadena.

«Está amarrado», comprendió Steven, sintiéndose más seguro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.