Carmelo oía en su cabeza un retumbo lejano, casi imperceptible, que se repetía incesante. Estaba tumbado en la cama, tratando de conciliar el sueño, pero ese retumbo no lo dejaba en paz. Lo inquietaba, le robaba la tranquilidad, le robaba el sueño, le traía a la memoria el crimen que había cometido.
―Pero lo hice por amor ―susurró en la oscuridad. Sus quedas palabras lograron acallar el ruido en su cabeza, pero tras esfumarse éstas en la nada, aquél volvió igual de incesante, implacable.
Miró el reloj de la mesilla: eran las dos de la mañana. Y no había podido pegar un ojo en lo que iba de la noche. Tampoco es que tuviera sueño, no con el sinfín de pensamientos que rodaban dentro de su cabeza, pero quería dormir, precisamente para dejar de pensar en ciertas cosas.
―¡Oh, Dayrin! ―Clamó en la oscuridad― Si tan sólo estuvieras aquí, el peso del pecado sería más liviano.
Pero ella había insistido en mantener las distancias.
―Déjame guardar luto por la muerte de mi esposo ―le había dicho―. Ya habrá tiempo de estar juntos como ambos queremos, pero de momento debemos cuidarnos. Bastantes comentarios causaron ya el hecho de que no fueras al velatorio ni al entierro de tu mejor amigo.
―No tuve el valor ―confesó un compungido Carmelo.
―Pues muy mal hecho ―le amonestó Dayrin―. Si tuviste el valor para dispararle tres veces, qué más da que asistieras a los funerales.
«Porque soy un cobarde», había pensado Carmelo. Y bien que lo era, él lo sabía. Le había pegado tres tiros a Orlando, sí, pero también había fallado otros tres, porque las manos le temblaban como a un anciano con resaca. «Después lo saqueé». Y aquello hacía que su conciencia se retorciera de angustia. Con sus piernas de cobarde se había acercado al cuerpo de Orlando, y con sus manos de cobarde lo fue despojando de sus pertenencias. Le quitó el reloj de oro, después la cadena con la medalla de su signo zodiacal, también le arrebató la billetera y las llaves del coche; lo guardó todo en una bolsa propiedad de un cobarde. El saqueo había dado resultado: los diarios y noticieros locales afirmaban que a Orlando lo habían asesinado por oponerse a un robo.
Carmelo tendría que sentirse exultante, pero no lo estaba. No después de descubrir que Orlando aún estaba vivo cuando él lo saqueó. Eso no se lo había dicho a Dayrin, pero recordaba de viva y aterradora manera cuando los ojos del moribundo se fijaron en los suyos, mientras sus manos hurgaban en las bolsas del saco buscando la cartera. Lo habían visto, ojos cargados de incredulidad y tristeza, y, por último, poco antes de que el último halo de vida escapara de aquel cuerpo contrahecho, vio algo más; odio, y algo más profundo que no podría describirlo.
El retumbo continuaba a lo lejos, lento, monocorde, interminable. Carmelo había salido al patio tratando de descubrir de dónde provenía aquél ruido que amenazaba con volverle loco, pero el ruido no tenía un lugar de procedencia claro, excepto, claro está, su cabeza. Era como el golpe a un tambor “bom”, luego venía una pausa de unos cinco segundos y de nuevo “bom”, pausa otra vez y “bom”. Como el redoble de un tambor, o como golpear a una pared.
De pronto, a eso de las tres de la mañana, el ruido cesó con un sonoro “BOOOM”, como una explosión. Carmelo casi imaginó una pared estallando en mil pedazos. Después todo fue silencio, un silencio profundo, un silencio sepulcral, que, quién lo hubiera pensado, inquietó aún más a Carmelo. Pero se envolvió de pies en cabeza en las sábanas, y por fin pudo conciliar el sueño. Un sueño en el que de vez en cuando, aún oía lejanos retumbos.
Despertó con un sobresalto, presa de una pesadilla, que curiosamente ya no recordaba. A lo lejos oía una canción que se le antojaba conocida. Al cabo de un momento cayó en la cuenta de que era la canción que tenía de timbre a su teléfono celular. Sonaba lejana y amortiguada porque el teléfono estaba bajo la almohada.
―Aló ―respondió somnoliento.
―¡Carmelo! ―la voz del otro lado era histérica. El tono de alarma de aquella voz lo terminó de despertar― ¡Carmelo!
―¿Dayrin, qué ocurre?
―¿Es que aún no lo sabes? ¡La tumba, Carmelo! ¡La tumba está abierta!
Carmelo cayó en la cuenta de inmediato.
―¡Qué carajos! ―Se mesó los cabellos revueltos con la mano libre, sintiendo cómo la garra del miedo empezaba a tentarlo― Estás de broma, ¿verdad?
―No lo sé, no lo sé, te juro que no lo sé. ―Dayrin estaba a punto de echarse a llorar―. Quien me llamó sólo me avisó que la tumba estaba abierta. Por dios que no sé qué pasa. Tienes que ir a ver.
―¿Yo?
―Por supuesto que tú.
―Pero Day…
―Por favor, sólo ve ―la voz de la viuda era suplicante― y dime que sólo fue una broma de algún desalmado.
*****
Tomó una ducha rápida, practicó en el espejo una cara de cero culpabilidad, y condujo hacia el cementerio tratando de relajarse. Rogaba porque todo fuera una broma. En más de una ocasión, el ruido que casi no lo dejó dormir la noche anterior, vino a su mente como un presagio funesto.
Ni siquiera sabía dónde habían enterrado a Orlando, pero no le fue difícil ubicar el lugar. Un nutrido grupo de curiosos rodeaban una tumba; cuando Carmelo se acercó, la tumba abierta estaba acordonada con cintas policiales.
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Editado: 26.05.2022