Esteban dormía con placidez. Tenía sueños gratos que lo llevaban a un futuro optimista. Todo iba bien. Hasta que, en un algún momento, algo ajeno a la realidad que siempre le rodeaba, empezó a penetrar en su subconsciente, como neblina colándose por la rendija de debajo de la puerta. Ese algo empezó a inquietarlo, a hacer que se removiera en sueños, que estirara las manos y los pies como un bebé. En sus sueños plácidos, oía algo lejano, como si ocurriera en el cielo, una especie de respiración, una respiración para nada semejante a las que le rodeaban de continuo. Esa especie de respiración se fue intensificando, cambiando los colores de sus sueños, hasta el punto de tornarlos negros como pesadillas.
Entonces despertó, al momento que unos tentáculos negros amenazaban con atraparlo en la pesadilla.
Estaba en su habitación, a oscuras. Buscó con los dedos la calidez del cuerpo de Natalia, pero la muchacha no estaba allí. El miedo de su pesadilla se intensificó, con la diferencia de que esta vez no era por los tentáculos, sino por la ausencia de la joven en la cama. Tentó hasta tocar el borde del colchón, pero no dio con el cuerpo de la muchacha. Es más, donde debería haber estado, ni siquiera estaba cálido. Lo que venía a significar que tenía ratos de haberse levantado. ¿Se iría a su casa?
Entonces cayó en la cuenta de que aquella especie de respiración que había penetrado en sus sueños, también estaba allí. Era fuerte y acompasada. En ningún momento se le ocurrió que fuera Natalia. Estaba seguro de que pertenecía a algo más. «Un perro quizá ―pensó―. Pero ha de ser un perro monstruosamente grande.» Porque la respiración, en efecto, lo hacía imaginar que pertenecía a algo muy grande.
Estaba en la cama, incorporado sobre los codos, escuchando con forzada atención. Alrededor todo estaba oscuro y silencioso, excepto por aquella respiración pausada y fuerte, tan extraña y fuera de lugar que hacía volar la imaginación de Esteban, y no para imaginar la mar de cosas agradables precisamente. Se mantenía inmóvil, sintiendo cómo el miedo bombeaba con frenesí su corazón y manipulaba su mente. Pensó en envolverse con las sábanas y echarse a dormir, pero, ¿Y Natalia?
Todo es menos aterrador con las luces encendidas. De modo que buscó a tientas el interruptor, lo accionó y el haz de luz inundó la habitación. Durante un instante todo se quedó en silencio. Lo que le dio tiempo para espiar los rincones de la habitación sin hallar nada extraño, excepto la no presencia de Natalia. Revigorizado por el brillo de la luz, se bajó de la cama mientras llamaba a Natalia.
Apenas se encaminaba a la puerta para extender la búsqueda a toda la casa, aquella respiración ajena a su cotidianidad volvió, si cabe más fuerte que la primera vez. Esteban se paró en seco, indeciso, el miedo presente de nuevo. Tenía la sensación de que el dueño de aquél respirar era algo que no le deseaba nada bueno.
Con todo y eso, resolvió seguir buscando a Natalia. No era posible que la joven se hubiese marchado así sin más, sin despedirse siquiera. La respiración, que a medida que se alejaba de su habitación se tornaba más débil, lo conminó a encender todas las luces de la casa. Esteban tenía miedo, y no era sólo la ausencia de Natalia lo que lo provocaba.
Realizó una búsqueda exhaustiva en todas las dependencias y pasillos, sin resultado alguno. En toda la casa oía aquella respiración, que a Esteban se le antojaba demasiado innatural. Pero era al acercarse a su habitación donde se volvía más fuerte. Esteban estaba empezando a asustarse de verdad; la ausencia de Natalia, aquella respiración, parecían una cruel broma o una irrisoria pesadilla.
Volvió a su habitación, sólo para captar un detalle que al principio se le había pasado por alto: la ropa de Natalia estaba echada sobre el respaldo de una silla. «¡Joder! ―maldijo― Entonces, ¿qué se hizo? ¿Será sonámbula?» ¿La respiración? ¿Sería ella en el jardín? «No es tan descabellada mi idea ―caviló―, tomando en cuenta que no hace ni una semana de que la conozco. Pudo haber salido dormida, y echarse a dormir en el jardín. El frío de fuera, el sereno, podrían ser la causa de esa respiración que tanto me ha aterrado.» Claro, eso debía de ser, que tonto había sido.
Muy convencido de su teoría echó a andar hacia afuera. Salió por la puerta frontal. Después de mirar un minuto, no vio nada. De todas formas, aquella respiración no provenía del frente, sino de un costado. Así que hacia allá fue, todo rastro de miedo extirpado por completo. Estaba convencido de que era Natalia.
La realidad fue como un baldazo de agua fría. Echado, junto a la ventana de su habitación, había lo que parecía ser un perro gigantesco, negro como noche sin luna. El miedo regresó de golpe, fuerte y pesado, como una losa. El animal dormitaba, pero los enérgicos pasos que Esteban iba dando, lo despabilaron. Despertó con un gruñido, los caninos asomando de su enorme boca. Esteban iba a gritar, pero se le ocurrió que eso podría provocar que la fiera lo atacara, de manera que se contuvo a duras penas, el sonido inarticulado ya en su garganta.
La bestia se puso de pie. Era tan grande que su lomo alcanzaba el alfeizar de la ventana, a metro veinte de altura. Sus patas eran gruesas como piernas humanas y su cabeza enorme como un balde. Esteban calculó que sus mandíbulas podrían abarcar su tronco con facilidad. Su presencia era imponente; el miedo que provocaba, avasallador. Y no era un perro, sino un lobo. Un lobo enorme que lo miraba como a una suculenta cena; Esteban sintió que algo cálido le bajaba por la entrepierna.
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Editado: 26.05.2022