Doña Inés se paseaba pensativa de un extremo a otro de la sala. A veces pisaba con fuerza, como si algún pensamiento especialmente fuerte cruzara por su cabeza. De vez en cuando lanzaba una ojeada a su hija, negaba con la cabeza y continuaba con su paseo, las manos a la espalda, luego una en la barbilla y la otra tocando la cadena y el dije.
Darlin estaba sentada en un sillón con la buena de Flor a su lado. Bebía una taza de té para controlar los nervios. El sabor era distinto de los que había tomado, por lo que imaginaba que su madre había agregado algo más. Habían discutido el asunto de la cadenilla y la figura encapuchada largo rato. Doña Inés se negaba en rotundo a creer que fuera el espectro de un pariente que venía a anunciar una desgracia. Cuando miraba la cadena, en una ocasión a Darlin le pareció que había reconocimiento en su gesto.
―¡Bah! ―dijo al fin, desdeñosa―. De seguro debe tener una explicación lógica. Tú no te preocupes, cariño, que tu madre se encargará de todo. Ahora ponte bonita que no dejaremos que este episodio nos arruine el día. ¡Hay una boda que planear!
No hubo más que decir.
La infusión pareció hacer efecto en Darlin ya que tuvo un día mucho más relajado que el anterior. O bien era porque ahora tenía dos confidentes en Flor y su madre y porque ésta última se había hecho cargo de la situación, asegurando que todo estaría bien, o por la infusión que había bebido. Fuere como fuere, tuvo un día casi normal, aunque la sombra de la figura encapuchada nunca se ausentó del todo.
Esa noche tanto ella como su madre estaban invitadas a cenar en casa de sus suegros, pero con la noche volvieron los temores de Darlin, así que se excusó. No deseaba que su prometido la viera pálida y temblorosa. Doña Inés insistió en lo contrario, pues temía que estuvieran desairando a los Brown y que se pusiera incluso en peligro la boda, pero la muchacha se mostró intransigente en ese punto. En lo que no estuvo en desacuerdo fue en que Flor durmiera esa noche en su habitación. La criada tenía mucho miedo, pero amaba a Darlin, así que aceptó sin que se le tuviera que insistir demasiado.
Ambas se acostaron a dormir después de rezar durante quince minutos, Darlin en su cama y Flor en un catre. Curiosamente la muchacha se sentía muy reconfortada, ya fuere porque sentía la protección de Dios o por la compañía de Flor.
Al abrir los ojos constató con alegría que ya había amanecido. No había tenido ningún mal sueño y al buscar por el cuarto no encontró nada extraño.
―Funcionó, Flor ―dijo contenta―. Ya no vino. Nuestros ruegos fueron escuchados.
Mandó recado para aceptar la invitación de la cena esa noche y se dedicó a disfrutar del hermoso día y de la perspectiva de la inminente boda. Sólo hubo un momento en que su humor se agrió un instante, fue cuando le preguntó a su madre qué había hecho con la cadenilla.
―La llevé hoy temprano con el Padre ―dijo―, él me recomendó enterrarla con muchas rociadas de agua bendita y mucha fe.
Cuando dijo eso lo hizo sin mirar a su hija y esta tuvo la leve sensación de que su progenitora mentía. Decidió darse por entendida y continuó disfrutando del día.
La velada junto a su prometido fue tan agradable como siempre, se la pasaron tan bien que Ben no llegó a preguntar el motivo por el cual canceló la comida de la noche anterior.
Esa vez quería dormir sola, pues tenía la certeza de que el asunto del fantasma encapuchado ya no debía preocuparle. Pero su madre insistió en que pasara una última noche con Flor. No habiendo motivo para disentir, aceptó la propuesta, aunque le pareció un gesto innecesario.
Despertó en la madrugada presa de un terrible frío. En el pasillo, oía los pasos parsimoniosos del fantasma encapuchado. Iba a gritar para despertar a Flor y a su madre, pero de nuevo fue incapaz de articular más que un leve quejido, un carraspeo. Quiso levantarse para despertar a Flor, pero los músculos los tenía rígidos y no obedecían a su cerebro. Estaba a merced del extraño ente.
El fantasma encapuchado atravesó la puerta como si de una cortina de humo se tratase. Atravesó el catre de Flor de la misma manera, que dormía como bajo un influjo. La alta figura se detuvo a escasos centímetros de la cama de Darlin, en cuyo ser el terror había alcanzado el grado del paroxismo. Sentía que el corazón latía desbocado, le faltaba la respiración. Esperó la inconsciencia casi con gratitud, pero esta no llegó. En cambio, siguió mirando la sombra negra, cuyas manos se ocultaban en las mangas de la túnica y el rostro que se antojaba demencial, hacía lo mismo bajo la capucha.
El ser se quedó largo rato de pie, mirándola, pero sin mostrar ni ápice del rostro. A pesar de su inmovilidad, el terror de Darlin no remitió, ni tampoco el frío, ni recuperó el dominio de su voz o su cuerpo. Parecía que el fantasma pretendía y disfrutaba con mantenerla así.
Tras un largo rato, uno que pareció una eternidad, en el que mil temores rondaron por la cabeza de la joven Went, la figura encapuchada sacó una mano de las mangas, una mano huesuda y horrorosa, en la que llevaba un pañuelo rojo y lo depositó sobre el pecho de la aterrorizada joven. Después dio media vuelta y se marchó. Sus pasos resonaron en el pasillo y en el piso de abajo hasta que se perdieron en la distancia.
Sólo entonces recuperó el movimiento Darlin, a la vez que el frío glacial cedía su lugar a la frescura típica de una madrugada de fines de noviembre. No gritó, esa vez no gritó, se sentía tan agotada y enferma que no tuvo aliento para gritar. Simplemente cayó rendida, sumida en un profundo sueño.
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Editado: 26.05.2022