Extraño tanto a mi hermano. Quisiera poder verlo. Solo una vez más. No iré al cielo por lo que haré, si es acaso iré al infierno o ninguno de ellos exista… pero unos segundos, unos segundos antes de la muerte inminente podré ver mi vida pasar, como uno película, el típico cliché debe ser por algo. Espero, de corazón, que sea verdad.
El ruido del atropello los llamó. Salieron de la nada. Una autopista inmensa y vacía, repleta en tan solo segundos, por cientos de zombis, miles de ellos que, a estas alturas solo piensan en comerse a sus semejantes. ¿Otra mutación del virus?
No solo se contentan con atacar y contagiar, quieren carne, alimentarse. Deseos de sangre. Aunque no se han percatado aún de nosotros, pero empiezan a rodearnos.
Qué más da. No tengo razones para seguir viviendo. Es tan miserable el mundo, sin mi hermanito.
Nadie se esperaba esa reacción de Duncal, empezó a tocar el claxon y no hubo quien pudiera detenerlo. Linda abrió la puerta del coche con fuerza. Para ser tan delgada, rebasaba en fuerza a muchos hombres, producto de su continuo entrenamiento en casa.
Jaloneó a Duncal de la camisa, lo expulsó de la camioneta y lo tumbó sobre el asfalto, sin importarle que casi rompe su cabeza. En realidad, nunca le importó su miserable vida.
Siempre lo ha usado. Duncal es el dueño de la camioneta y, aunque intentara robársela, traía la llave colgada al cuello. Esta era una situación excepcional, si es necesario, lo matará, pero obtendrá la llave como a de lugar.
_ Maldito retrasado, ¡Dónde están las llaves! –balbuceó Linda, observado el corto y rollizo cuello de Duncal, sin la tradicional cadena, de la que pendía la llave.
_ …
_ ¡Dónde está!
Duncal no sabe muchas cosas, pero de algo estaba seguro en este instante: Los mensajeros de Dios no serían juzgadores, mucho menos malvados seres. Su misión principal sería comunicar el mensaje de Dios. Ni más, ni menos.
Duncal comparaba a Linda con una persona con VIH. Tenía el virus, no lo desarrollaba en ella, pero si podía seguir transmitiéndolo. Podía sacarle más provecho a su condición, como crear antídotos, pero no era su estilo, estaba seguro.
_ ¿Nosotros no hacemos lo mismo que intentamos castigar? También somos unos malditos desgraciados, Linda.
_ ¡Salvadora! –replicó la enfermera.
Los zombis cada vez se acercaban más. sería difícil escapar, pero tenía una oportunidad: La camioneta, pero para eso necesitan la llave. Los dos jóvenes se acercaron con las cosas que pudieron tomar y se subieron al vehículo.
_ Rafael, mi precioso protector –susurró Linda.
_ ¿Qué… qué dijo…? ¿Ra… fa…?
_ Así es, mi guardián. Te has ganado el nombre del tercer arcángel. El más poderoso. Por su valentía y por haberme salvado de la muerte aquel día –lo engatusaba Linda.
El Down lloró amargamente. Y la enfermera empezaba a desesperarse. Pero tenía que fingir un poco más.
_ ¿Lloras de felicidad, querido? Salvemos a este mundo. Seamos mejores que ellos. Tengamos un futuro, un mundo mejor para nosotros. Yo también quiero una vida junto a ti, Duncal Rafael.
Quedó paralizado. ¿Sus sueños se estaban haciendo realidad? O es que acaso esto era solo otro de sus sueños.
_ Te he oído susurrarlo. Todas estas madrugadas juntos, Rafael. Durmiendo en el coche –Linda prosiguió, no tenía tiempo que perder–. ¿Dónde está la llave, querido guardián?
_ Me la tragué.
_ ¡Qué!
_ No… No. No quería seguir con esto. No –Duncal empezó a rasgarse la camisa, tirando de ella y haciendo volar sus botones. Uno impactó en el ojo de Linda, fue la gota que colmó el vaso. De su bolsillo trasero sacó una navaja.
Los jóvenes se asustaron, desde dentro vieron la escena. Ahora tenía dos problemas. Los muertos que estaban cada vez más cerca y la desquiciada.
Una nota reposaba sobre el asiento del copiloto. El joven con el pseudónimo de Miguel, lo tomó y leyó: “Tienen todo un futuro por delante, niños. Vayan y busquen un refugio, esto tendrá solución. Todo tiene solución. Todo es perfecto”. Debajo de la nota estaba la llave.
Linda alzó con tanta velocidad, que su hombro tronó, el brazo que se lastimó días antes, cuando escapaba de los zombis en el hospital, ya estaba recuperado. Y al bajarlo, volvió a tronar.
Trepanó el abultado abdomen de Duncal, el instrumento se perdió entre la grasa y la sangre. Detrás de ellos, el rugido de un motor, el patinar y chillido de las llantas aceleradas al máximo sobre el asfalto. y el ruido sordo de los cuerpos al ser impactados.
Duncal no le creyó más, tenía un síndrome, pero eso no lo hacía estúpido. Entendía muchas cosas a la perfección y, algunas mejor que las personas consideradas “normales”. A pesar de su decisión, prefería morir en manos de su perturbada amada, que en boca de los zombis.
Pudo ver cómo fue devorada, como le arrancaban las orejas y la nariz. Como ella luchaba, empujando y clavando su pequeña navaja, sin obtener resultados de nada.