Una tarde Fernando trajo una muñeca a casa. Medía un metro con sesenta centímetros. Un poco más que yo. Su cabello era rubio, tenía un diadema rosado y vestía ropa otoñal. Era esvelta, estilizada y poseía los atributos irreales que todo hombre espera en una mujer. Tenía la mirada de una Barbie, lo que desempataba con su sonrisa de modelo.
El día que Daphne llegó, como la llamaba él, yo protesté. Pensé que sería ese tipo de muñecas.
—No es para eso, ¿cómo crees? Tú siempre inventando locuras.
—¿Cómo que no? —le reñí—. Entonces ¿por qué tiene senos tan enormes? Nadie los tiene así.
—No has visto las modelos de Instagram, ¿eh?
—Sabes que todas las que salen allí son falsas.
—Hay varias mujeres en el mundo que han sido bien dotadas por la providencia.
—No empieces con tus bromas.
Fernando, medio risueño, se dispuso a irse.
—No tienes ni idea del mundo.
—Espérate —le pedí—, por lo menos enséñame que no es para eso.
—¿Qué quieres que te enseñe?
Como no respondí, Fernando esbozó otra sonrisa de brabucón.
—¿Quieres ver acaso qué tiene entre las piernas?
Yo me crucé de brazos.
—Bueno, va —dijo—. Vas a ver que exageras como de costumbre.
Fernando le desabrochó el pantalón y se lo bajó. Para mi sorpresa, la cosa tenía calzones rosados con una estampado de osito. Él también le quitó la ropa interior y me demostró, con el ademán de un presentador de televisión, que no había ninguna vulva allí. Tenía razón. Su entrepierna era lisa y plástica.
—¿Y de todas formas para qué la quieres? —le pregunté.
—Es de utilería —dijo, vistiéndola de nuevo—. Me la encargó Beto.
—¿El que hace cortometrajes?
—Sí, él. Va a usar esta mona para una película.
—¿Y por qué tú?
—Porque soy su amigo y porque confía en mí.
—Bueno. Pero mejor será que la pongas donde no la vea. Me provoca escalofríos.
—No pasa nada, mujer. Mírala bien, es inofensiva. No te va a jalar las patas en la noche.
—Me da cosa verla.
—¡No te hará nada! Qué pesada eres. Si no andas imaginándote rasguños en las paredes te pones paranoica con un objeto inanimado. El día que admitas tus desvaríos seguro resultas embarazada.
—No digas tonterías. Además, los rasguños en las paredes son reales.
—Sí, sí, lo que digas.
Esa noche mi esposo me hizo un poco de caso y metió la muñeca al ropero de la habitación de Carlitos. Todavía no existía Carlitos, claro, él era un convenio que teníamos Fernando y yo de que así le pondríamos a nuestro hijo, de haber uno. «Suponte que es una niña», le dije cuando se nos ocurrió esto, «para nada», contestó, «será varón. Lo sé porque he visto en TikTok varios consejos que dan para tener hombrecitos». Y procedió a explicarme un sinfín de tonteras que implicaban el ciclo de la luna, mi periodo y no sé qué más inventos. Para no discutir con él le di la razón. Además, Carlos era un buen nombre, y tener por ahí a un niño jugando con carritos era una idea que me encantaba.
Al día siguiente me paré muy temprano para hacerle el almuerzo. Me encontraba un poco cansada; había tenido varias pesadillas feas. Había soñado que la muñeca salía del ropero, venía a mi cuarto y me intentaba estrangular. Yo veía su cara de plástico en las sombras y sentía sus manos frías alrededor de mi garganta. Creo que estaba un tanto despierta, como cuando se te sube el muerto.
En fin, Fernando comió y se fue al trabajo como hacía diario. Ya sabía cómo se ponía con eso de los sueños. No necesitaba sus recomendaciones absurdas ni sus señalamientos. A veces me recordaba a mi padre. Él era médico. No todo el mundo sabe cuán exasperante es discutir con uno. Ellos siempre tienen la razón, no hay de otra. Mientras argumenten por medio de la ciencia, no hay quién les haga frente. Cuando mi madre y yo teníamos una queja, una observación, un punto, cualquier cosa, su respuesta de médico solía ser un: «Te está afectando el sodio». Lo que significara eso. Tenía tres doctorados. De seguro sabía mucho.
Durante el resto del día estuve lavando. Ya no me agradaba hacerlo, y es que la lavadora se atascaba en algún punto. Yo le giraba la perilla para que hiciera un lavado completo de diez minutos. Pero a la segunda sesión, en tanto enjuagaba la ropa anterior, la maldita cosa volvía a trabarse. Yo revisaba el enchufe, medía la temperatura del agua, por si no estaba muy fría o algo, o metía la mano para comprobar que el molino no tuviera una calceta atorada, pero nunca encontraba motivo. Nada más se paraba y ya.
—Yo he visto que la dejas encendida por mucho tiempo —dijo Fernando mientras la revisaba.
—¿Y eso qué?
—¿Cómo que «y qué»? Pues a las lavadoras se les gasta la gomita si las dejas encendidas.
Ni idea qué era la gomita.
—Mándala a arreglar —le dije—. Lo demás lo he tenido que lavar a mano.
—Es que no le aprietas bien el botón de lavado.