Sam
Dicen que es fácil diferenciar la realidad de la ficción. Sin embargo, creo que cuando hablan de ficción, se creen que hablo de mundos pertenecientes a la utopía. Se imaginan mundos donde las personas pueden volar y leer mentes. Donde ser mago no es irreal. Tocar las estrellas con la mano no suena tan raro. Y entre todas esas cosas, creo que nos equivocamos de la ficción de la que trato explicar.
Mi ficción se refiere a la que la gente no pelea. Las parejas son perfectas. La eternidad no suena tan mal cuando salen de la boca que quieres. Las personas somos como nos dejamos ver. La gente es mala porque quiere. Las guerras están atrás en el tiempo. La vida no suena tan difícil cuando lo lees. La vida parece maravillosa. Incluso mi vecina sube estados a las redes con frases sobre ‘La vida es bella, vívela’. Debería de pensar que la realidad no es tan mala. Que no es tan diferente de lo que describen en los libros.
Pero eso no es así.
Lo aprendí hace tiempo.
La vida es injusta. Te regala al igual que te arrebata. Te la dan para luego quitártela. Te hace conocer a gente para luego hacerlos desaparecer en las finas capas de aire que nos rodean.
Leer y escribir era mi afición, hasta que me di cuenta que hacerlo no me serviría de nada. Mis palabras no cambiarían el mundo. La realidad seguiría siendo la misma.
Y lo que me pasó, seguirá pasando.
Una y otra vez.
Y mis historias solo serán la máscara que tape el verdadero rostro de mi mundo.
Me cansé de ocultar e inventar.
Me rompieron y no puedo ocultarlo mucho más.
Años antes…
Cerca de las olas que arrastraban conchas en la orilla del mar, se mostraba una joven chica con pecas esparcidas sobre sus pálidas mejillas. El viento le hacía nudos a su lindo cabello anaranjado. Los rayos de sol, ya casi desaparecidos, dejando una vacante libre para la luna.
Miró al cielo una última vez, antes de obligarse a sí misma a marcharse de aquel lugar. Un grupo de jóvenes aún permanecían allí, con una fogata ardiendo en el medio. Traían sillas que se hundían poco a poco en la arena y unas bebidas gaseosas. Reían entre ellos, a volúmenes tan altos que la joven Sam encontró incluso molesto.
Miró en su dirección al mismo tiempo que un chico de aquella fogata se fijó en ella. No era la primera vez. Pero las intenciones de ella al mirar en su dirección no eran las mismas que la de aquel chico.
En seguida que se dio cuenta, rehuyó la mirada y decidió comenzar a andar en dirección al aparcamiento. Era incómodo para ella. Nunca lo había sido antes. El hecho de ir a la playa a última hora de la tarde sola a recoger algunas conchas para luego utilizarlas de decoración.
Se encontró caminando con sutil rapidez a la casual. Se abrazó a sí misma mientras que sujetaba con fuerza su bolsa con las conchas. Aún olían a mar, se decía. Mejor enfocarse en el olor, sí.
Estaba a unos pocos metros de su coche azul marino cuando escuchó unos pasos acercarse a paso veloz, como si estuviese trotando en busca de hacerla parar en sus pies y girarse. Pero no lo hizo. No se giró. E inmediatamente fue jalada del brazo con nula suavidad.
—¡Ey! —dijo el chico que la había tomado de la extremidad—. Te ví, allí en la playa.
La chica no tuvo otra opción que girarse por completo. Le miró a los ojos y se dio cuenta que era el mismo chico con el que había mantenido segundos de contacto visual.
—Sí, ¿y? —replicó tajante. No quería quedarse parada mucho tiempo. Odiaba hablar con desconocidos. Más estando en un lugar vacío como el aparcamiento de la playa.
Los locales más cercanos estaban cerrados porque los turistas no solían aparecer a esas horas de la noche. Si es que hubiesen turistas. En aquel pueblo donde vivía Sam solo visitaban aquellos amantes de lo rural y lo básico. No había nada que ver. Lo único que funcionaba bien eran los restaurantes. No servían mala comida, opinaba la chica. Pero nada extravagante o lujoso, por lo que la atracción gastronómica era mínima.
—Pensé que…—comenzó a hablar, y la chica se tensó.
—¿Que qué?
En seguida que lo dijo, el chico se acercó más a ella. Al acercarse más a ella, pudo atisbar lo azules que eran sus ojos. Lo rubio que se veía su cabello castaño nato con los rayos de sol. Lo bien construido que estaba su mandíbula. Cómo su piel había cogido color gracias a pasar el día en la playa. No obstante, aquello daba todo igual. El ser agraciado quedaba en el olvido cuando notó cómo su agarre tomó más fuerza, haciéndola daño en la muñeca.
Sabía que se le formaría un cardenal cuando la soltase. Si es que la llegase a soltar.
«No eres malo» pensó Sam «No te hagas esto. Lo dice tu mirada. Estás roto, pero no me rompas a mí también.»
—Suéltame…—susurró. No tenía fuerzas para gritar. Su cuerpo había quedado en blanco. No tenía habla, pero eso no la paró de tirar del brazo que el chico mantenía en su posesión, reacio a dejarla ir.
Ella seguía en shock.
¿Por qué la tomaría a ella? ¿Por qué ahí? ¿Por qué?