Liz.
Siempre había sonreído porque me gustaba. Al igual que siempre había dibujado porque me salía del alma. El cuerpo me lo pedía. Al igual que cuidarme el rostro de impurezas y moverme para mantenerme en forma.
Mis días se basaban de estudiar, ir a clase, comer, seguir estudiando, leer un poco antes de dormir y salir a correr antes de clase.
Toda mi rutina se rompió el día en que sonreír ya no me gustaba. Me tomaba fuerzas. Y de estas ya no me quedaban. Dejé de correr porque comer saciaba mi estrés interior. Dejé de cuidarme el día en que pensé que así me dejaría en paz aquella sombra que me perseguía como un poseso.
Cambié mi felicidad por mi miedo.
Mi mentalidad se transformó oscura.
«Come, Liz», me decía, «Si comes, engordas, te verás fea, te verán fea y así te dejarán en paz. Nadie quiere a la gorda. Rafael te dejará en paz por fin.»
Y así hice. Quise pasar desapercibida. Quise ser una fantasma, pero nunca se cansó. Ya casi cumplían los dos años desde la primera vez que me encerró en un baño y me tiró del pelo hacia atrás hasta tenerme en su posesión, haciéndome daño, pero sin hacerme tanto que dejase marcas.
El hijo de puta era listo y lo sabía.
Su sonrisa lo decía.
Me perseguía por los pasillos como un jodido demonio poseído que su objetivo era hacerme sentir mal conmigo misma. Primero me apodaba ‘palo’, ahora soy la ‘cerda’, pero igual no me dejaba en paz. Nunca me dejaba en paz.
Mi alegría se convirtió en baja autoestima. Y mi baja autoestima me indicaba que comer ya no era algo necesario, sino un desahogo que durante un periodo de tiempo me convencía que necesitaba, cuando verdaderamente no.
Lloraba en mi almohada todas las noches. Esa era la realidad.
Cada noche me costaba más dormirme. Porque cuando lloro mojo la almohada. Y los ojos se me hinchan al recordar que ya a nadie le importo y si muero seguirá siendo así. Que nadie llorará lo que yo lloré todas aquellas noches. Que nadie me recordará. Y que habré estado sola estando viva y estando muerta.
Puede quela verdad fuese que no estuviese completamente sola. Pero había veces que se sentía así, y me mente me hacía jugarretas, haciéndome creer que lo peor está sobre mi cabeza, dejando caer la mala suerte poco a poco, en pequeños tramos.
Hace tiempo
Liz caminaba sobre el asfalto de la carretera, a tan solo un par de kilómetros de su casa. La calle estaba completamente vacía de peatones y coches. Raramente paraban a no ser que fuesen vecinos cercanos.
La chica tenía los cascos puestos y la letra a una canción resonaba en sus tímpanos.
«Sometimes I dream about flowers growing,
They are cute,
And with all the things that bees do,
There are so many things out there,
It makes me wanna move.
But then I go back to the old days,
Old memories,
Old habits,
And come back empty handed.
Now, now I cry all night,
Thinking about tomorrow,
When I don't know, don’t know if there will be one.
Dying inside, crying at home,
Nobody listens in this old gray town.
I must decide to live or die,
'Cause when I think about my life,
I listen to birds cry,
People’s mumbles mute,
And I feel the rainy June.
Across my window I weep,
Behind the mask I sleep,
In front of you I lie,
And I guess there is no other living way to die.
I get older, things don't get easy,
My mum says I'll be okay,
But I’m not ready for the next day.
And it doesn't get easy,
It gets complex,
I feel as I'm drowning,
What am I supposed to expect?
My pillows are my friends,
I hug them to my chest,
Following the rules,
It's nothing I get to choose…»
La melodía seguía y seguía, llenando sus ojos de lágrimas que dejaba salir en su solitud. Sus padres notaron el cambio drástico de su actitud pero la chica se excusaba con que los estudios la sofocaban y con aquel horario no tenía tiempo de hacer nada.
El tiempo de estudio, siempre justificaba, el tiempo justo de estudios es lo que la estresaba. La que la hacía engordar. La que la hacía llorar. La que la hacía menos social que antes.
Sus padres se miraron entre ellos, sospechando de que había algo más detrás, y si lo había, que su hija lo diría cuando se viese preparada. Dos años habían pasado y la hija aún no se veía preparada.
¿Había acaso una fecha de caducidad a su silencio?
No lo creía.
Se movió en sinfonía a la música, lentamente, hacia su casa. No iba con prisas, no la tenía, o eso se dijo. Contoneaban levemente sus caderas al son de la canción que había decidido reproducir. Jugaba con sus pies pero con vergüenza, nunca sabiendo si la sombra que siempre temía podía aparecer en aquel momento.