Todavía me pregunto por qué le di un número falso.
Han pasado exactamente ocho años desde ese viaje. Y aunque mi vida ha cambiado tanto —nueva ciudad, nuevos amigos, nuevas cicatrices— hay algo que se ha quedado suspendido en algún rincón de mi memoria, como un eco que se niega a desaparecer. Una voz. Una sonrisa. Una conversación de seis horas que pareció durar un instante. A veces creo que todo fue un invento de mi mente para soportar la soledad, pero entonces vuelvo a encontrarme con un bus, un asiento junto a la ventana, y el olor a café barato que vendían en la terminal. Y ahí está él. No con cuerpo, pero sí con presencia.
Era invierno. No de esos inviernos despiadados que te arrancan las ganas de salir, sino de los que apenas se sienten en la piel pero se instalan muy profundo, adentro, en el ánimo. Llevaba mi bolso cruzado, un libro que fingía leer y una bufanda que no me quitaba ni en interiores. Cuando subí al bus con destino a Valdivia, solo pensaba en dormir. Venía agotada. Agotada de pensar, de sentir, de tener que fingir que estaba bien cuando todo en mí gritaba que no.
Él se sentó a mi lado justo cuando estaba cerrando los ojos. Me ofreció una sonrisa y un "buenos días" que no merecía ser ignorado. Así que lo respondí con un gesto casi invisible, una de esas muecas que solo los tímidos entienden. Pensé que ahí terminaría todo. Pero no. Él no se rindió tan fácil.
—¿Vas a Valdivia por trabajo o por escape? —preguntó, sin quitar la vista del paisaje que comenzaba a avanzar tras el vidrio empañado.
No sé por qué le respondí. Quizá porque su voz tenía ese tono tranquilo, como de alguien que no tenía prisa por llegar a ningún lado. Quizá porque yo necesitaba hablar con alguien que no supiera mi nombre. Le dije que por ambas cosas. Sonrió. Me dijo que él también.
Así empezó todo.
No hablamos de cosas profundas, pero tampoco superficiales. Tocamos lo justo. El tiempo, la música que ambos llevábamos en los audífonos —coincidimos en Silvio Rodríguez y eso fue una bandera blanca—, los libros que cargábamos, las series que habíamos dejado a medias. Me contó que trabajaba con números, que no tenía redes sociales, que no creía en el amor eterno pero sí en los momentos honestos. Yo le hablé de mi abuela, de una relación que acababa de terminar y de que me dolía más el orgullo que el corazón. Él solo dijo: "Entiendo. El orgullo siempre sangra más despacio."
Cuando el bus cruzó el puente Pedro de Valdivia, él ya se sabía parte de mi historia. Y yo, sin querer, también de la suya. No sé cómo lo logró, pero me hizo reír. Reír como no lo hacía hace meses. Me hizo olvidar que estaba rota. Y eso, para alguien como yo, fue una pequeña revolución.
Al llegar a la terminal, me ofreció bajar mi maleta. Lo hizo con una delicadeza que no he vuelto a ver en nadie. Me acompañó hasta la salida. Y justo antes de despedirnos, me pidió mi número.
No dudó, no titubeó. Lo dijo como si fuera lo más normal del mundo. Y lo era. Para cualquier otra persona, habría sido solo eso: intercambiar contactos. Pero para mí fue como una alarma encendida. Un paso más allá del que estaba dispuesta a dar. Así que sonreí, asentí… y dije un número inventado. Apenas uno distinto. Un dígito. Pero bastó.
Él lo anotó. Se lo repitió en voz baja, como para asegurarse de no olvidarlo. Me dijo que me escribiría. Que quería invitarme un café en algún rincón lluvioso de Valdivia.
Yo asentí de nuevo. Fingí una sonrisa. Me di la vuelta.
Y caminé con la sensación de haber cometido uno de los errores más sinceros de mi vida.
Esa noche, revisé el celular esperando el mensaje. Como si algo mágico hubiera corregido lo que hice. No llegó nada, por supuesto. Ni esa noche, ni al día siguiente, ni nunca.
No lo volví a ver.
No conozco su apellido, ni su historia completa. Solo tengo su imagen grabada en ese asiento 12A, con la cabeza ligeramente ladeada y la voz susurrando letras de canciones mientras afuera llovía. Hay días en que me convenzo de que fue mejor así. Que no debía permitirme ilusionarme. Que los encuentros fugaces no son para quedarse. Pero otras veces…
Otras veces me siento como una cobarde.
Cada vez que me subo a un bus, lo busco entre los pasajeros. Como si de alguna forma él también estuviera haciendo lo mismo. Como si un día cualquiera el destino quisiera reescribir ese momento y darnos otra oportunidad. Nunca pasa. Pero igual miro. Siempre.
Y si por alguna razón estás leyendo esto —aunque sé que no—, quiero que sepas que no te olvidé. Que aún tengo esa deuda con el amor y conmigo. Que quizá todo lo que vivimos fue poco para ti… pero para mí, significó más de lo que fui capaz de decir.
Porque a veces, los silencios también guardan promesas.
¿Y tú? ¿También dejaste ir al amor por miedo?
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Editado: 19.05.2025