—¡CORRE! — .
Fue todo lo que el conejo, de orejas puntiagudas, gritó a su paso por donde se encontraban Adam y Oliver.
El robot víbora vaciló un momento antes de arrancar con dirección al monte sosteniendo al niño en brazos. En cuestión de minutos, Adam visualizó el límite de la tierra dando por hecho que estaban en la cima de un barranco, por lo que era menester tomar una decisión. Sin embargo, no tenía muchas opciones. Al costado derecho se encontraba el robot humanoide y el gigante a lado izquierdo.
Entonces, Adam abrazó al niño, de manera que su cuerpo de acero rodeará cada centímetro del chico para absorber todo el impacto de la caída, y lograr que el niño no se quebrará los huesos. Acto seguido se lanzó por la pendiente. No obstante, antes de chocar contra al suelo rocoso, apareció una rueda traslucida, con bordes rojos llameantes, que los absorbió de inmediato. Poco después, aterrizaron en medio de los matorrales y la hierba silvestre que cubría gran parte de un lote baldío.
El robot víbora soltó al niño una vez que tocaron tierra. Oliver no podía levantarse porque el suelo no dejaba de moverse a su alrededor gracias a las pisadas del gigante, pese a que el enorme robot no aparecía por ningún lado. Todo ocurrió muy rápido, en fracción de segundos o al menos así lo sintió el niño. Para cuando recuperó la estabilidad, descubrió que seguían en el mismo desierto, salvo que ahora el entorno y la textura de la flora parecían más realistas. El tono opaco había desaparecido, tanto de la atmosfera como del entorno. Incluso las ramas de los arbustos recibían agradecidas los rayos del sol.
Adam le pidió al niño que mantuviera la calma y guardara silencio para no poner sobre aviso a los autómatas. Es hasta ese punto que Oliver pudo dimensionar la gravedad de la situación; los robots eran reales, la destrucción también. Y es que, al principio, cuando el tren se descarriló, llegó a sentirse como un espectador, como si estuviera usando gafas “3D”, pero en realidad era el protagonista dentro de la película.
En ese momento, Oliver recordó a su padre en la cabina de control junto al humanoide robot.
«¿Mi papá me está buscando?», fue lo primero que pensó, luego negó con la cabeza: “No, si estaba con esa cosa, no puede ser él”.
—Los robots, ¿dónde están? — preguntó Oliver casi de inmediato.
Antes de que Adam contestará, otro portal llameante y muy luminoso se formó en el cielo y de él bajó el conejo robot que aterrizó frente a Oliver y Adam. El portal desapareció al instante.
—Aún sigue aquí — murmuró el conejo robot modulando su voz de modo que nadie, excepto el niño, lo escuchará. Luego hizo la seña de guardar silencio posicionando su mano por encima del mentón. Ahí, Oliver descubrió que ese robot carecía de boca, pero sí tenía dos pares de enormes bigotes que fácil alcanzaban el medio metro.
El conejo robot estaba recubierto por una fina capa de acero fundido de color blanco con destellos brillosos al contacto con los rayos del sol, adoptando un tono turmalina. A simple vista, sobresalían las uniones entre brazos y antebrazos, así como en las piernas y los pies; eran extremidades muy semejantes al de un ser humano. Su cabeza era ovalada; tenía dos ojos de azul oscuro con pupilas redondas y dilatadas. Aunque en apariencia se trataba de un conejo, las puntas de sus orejas se asemejaban más a las de un gato montés, solo que demasiado largas y puntiagudas. Los incisivos sobresalían a través de dos orificios, por encima del mentón y alcanzaban el comienzo de los hombros.
En resumen, tanto Adam como el conejo compartían ciertos rasgos: la fisonomía del cuerpo humano, pero su cabeza representaba a un animal determinado. Con todo, a Oliver le parecía un robot mucho más amigable que el fabricado por el señor Tavares. Aunque… ¿Podría confiar en el conejo?, no, eso era obvio. De los extraños se debe desconfiar. Sin importar que sean humanos o robots, por más tiernos que se vean.
—¿Quién eres? — cuestionó Adam al conejo, un momento después. En la base de datos del robot víbora no aparecía información o imágenes relativas a este espécimen de orejas largas. En parte, debido a un candado de programación relacionado con los recuerdos y el cual necesitaba una contraseña que casualmente no podía recordar.
—Soy un histriónico al igual que tú, ¿Quién más puedo ser? — contestó el conejo robot, ufano, elevando sus orejas con orgullo.
—¿Histriónico? — dudó Adam. En su base de datos tampoco apareció esa palabra relacionada a un robot que pertenezca a la familia de Katia.
Las orejas del conejo robot se arquearon con gracia como si representaran un signo de interrogación. En cierta medida, se acoplaban según el estado de ánimo, algo inusual considerando que se trata de una máquina programada que no posee sentimientos. Antes de que pudiera decir una palabra, el gigante robot lanzó una advertencia desde lo más alto en el cielo, para todo aquel que intentará invadir su propiedad en el futuro:
—Los histriónicos nunca podrán salir del mundo virtual. Quien se atreva, desaparecerá quedando su cuerpo como un cascaron.
“¿El mundo virtual?”, repitió el niño en su mente.
La sentencia del gigante robot retumbo en la cabeza del niño, revelando que lo que se percibía como real, no lo era. En consecuencia, las ideas intrusivas y los escenarios caóticos donde pierde la vida o sale lastimado, desbordaron su frágil mente.