—Es importante decir lo que sientes pues al guardar tus emociones solo conseguirás más dolor y afectará tu salud física. La verdad es que no es malo llorar, no tengas vergüenza de estar triste. No porque seas un humano, significa que debes soportarlo. Los niños también lloran — continuó hablando el conejo robot adoptando un tono de voz soporífero y, por momentos, hasta hipnótico. De cualquier modo, Oliver no prestó mucha atención, no porque no quisiera, sino porque luchaba por sobrevivir a la falta de aire.
—Aquí estaré por si decides pedir ayuda — añadió el conejo poco después.
Más tarde, el viento comenzó a soplar aire fresco y con ello una extraña sensación de alivio invadió la cara del niño. La brisa en forma de fragancia rodeó todo su cuerpo y gracias a que sus músculos se relajaron, pudo contemplar los nubarrones en el cielo, los cuales anticipaban fuertes descargas de lluvia sobre el campo. Pensar en la lluvia le permitió recuperar el ritmo de la respiración: inhalar y exhalar adecuadamente y bajo el ritmo natural de. La visión antes borrosa que tenía sobre Adam fue adquiriendo forma conforme los malestares disminuían.
—¿Sabes? Te pareces mucho a una niña que conozco. No eres el único que pierde el control de su mente. Ella suele tener momentos de mucha angustia que desembocan en un torbellino de emociones. A veces se pierde en su cabecita y no deja que nadie la ayude. A veces recupera la alegría y el tiempo pasa volando en infinidad de aventuras. Así que, como su robot protector, debo acompañarla en las buenas y en las malas. Soy su leal sirviente y mi vida depende de ella. Todas las noches suelo cantar su canción favorita y cada día antes de ir a la escuela, me despido de ella con un fuerte abrazo. Todo lo que hago tiene un propósito esencial: que el cerebro de mi niña segregue oxitocina, serotonina y dopamina. Así la protejo y evito una tragedia: así la mantengo con vida — relató el conejo robot.
Mientras escuchaba al robot, poco a poco, Oliver logró destrabar los músculos de sus brazos y piernas. A continuación, el hormigueo y dolor de cabeza le dieron la bienvenida. Adam continuó manteniendo su distancia, pero era testigo de la enfermiza palidez del chico quien se acurrucaba como un ovillo sobre la fría tierra. A cuenta gotas, la lluvia hacia acto de presencia. Varias de ellas resbalaron sobre la superficie metálica del robot víbora. Adam intentó tomar el líquido con sus manos, pero consiguió un efecto contrario al que esperaba: no sintió la temperatura, y la sensación le reveló lo que tanto se negaba a creer.
Al otro extremo, el conejo robot dio un brinco, entusiasta por la fuerza de voluntad del pequeño.
—¡Muy bien!
Mientras saltaba de un lado al otro consiente de que Adam no le quitaba un ojo de encima. Le pidió al niño que contara hasta seis, retuviera el aire y lo soltara lentamente.
—No…yo…no… — carraspeó Oliver. Su voz era temblorosa y apenas audible por todo el esfuerzo que empleo su garganta. Al final resolvió intentarlo. Le costó mantener la concentración para no equivocarse en contar los números y en sostener el aire.
Adam se incorporó cuando su sensor en la mano detectó que el nivel de oxigenación del niño por fin se había estabilizado. Entonces, avanzó hacia Oliver, pero se detuvo cuando éste alzó el brazo indicando que se abstuviera de ayudarlo.
Ya entrada la noche, el conejo robot se acercó al niño, aunque a una distancia prudente para no invadir su espacio personal e incomodarlo y no por mandato del robot víbora.
—¿Puedes verme? — preguntó, una vez que el niño abrió los ojos.
Oliver mintió. Aunque podía ver la silueta del robot, no alcanzaba a distinguir del todo la configuración del conejo, gracias a la oscuridad acrecentada por las nubes y que, a la vez, ocultaban a la luna. El conejo robot, como si leyera la mente del pequeño, encendió una esfera de luz constituida por un espectro de colores que emergió de sus manos y ascendió unos cuantos centímetros. La bola de luz se convirtió en una llama circular que producía calor y destellos de luz a un radio considerable de espacio. Luego la envío hacia el niño. Solo así, Oliver pudo ver al robot blanco de largas orejas puntiagudas en todo su esplendor. Oliver se mantuvo impasible, en gran parte por el cansancio y el agotamiento mental. Ni siquiera se movió de lugar cuando la bola de luz lo alcanzó; por el contrario, se animó a sonreír.
Entonces, se dio cuenta de que el robot tenia extremidades delgadas, asimétricas y toscas. La coraza se extendía desde las muñecas hacia los hombros. Su torso se constituía de una intrincada armadura de cristal por la cual se podía ver el esqueleto del robot, así como un pequeño aro azulado que parpadeaba de manera intermitente.
Lentamente, Oliver sintió que el aire regresaba a sus pulmones y los hacia más grandes. El trago amargo por fin había pasado. Luego realizó movimientos rotativos con las manos para recuperar la agilidad y el movimiento. Entonces abrió y cerró las manos enfocándose en estirar los dedos. El hormigueo en sus piernas bajó de intensidad, así como la cefalea y las punzadas de dolor. A continuación, logró sentarse y recargarse sobre una roca.
—Estoy buscando a Emma, ¿sabes dónde está? — preguntó el conejo robot poco después posándose frente al niño. Sus ojos eran saltones e inhumanos; y su sonrisa perturbadora. A pesar de ello, extrañamente, el niño no sentía miedo.
Oliver negó con la cabeza, iba a decir algo, pero se retractó cuando Adam empujó al otro robot.