Los Tavares pueden afirmar que todo comenzó aquella noche del once de noviembre. Un rayó alcanzó la cima de un poste de energía eléctrica, muy cerca de su casa. Dentro del patio trasero de la vivienda de dos pisos, existía un pequeño cuarto techado con láminas, mismo que se adaptó como un taller. No obstante, eso tan solo fue la parte final de una serie de acontecimientos que desencadenaron la tragedia.
Aunque el estallido en el poste no dejó a la colonia sin luz, si ocasionó un apagón que duro entre cinco y seis minutos. Después, la ciudad entera fue testigo de las idas y venidas de electricidad sobre el alambrado público, tanto de los parques como de los espacios de libre circulación.
En medio del torrencial diluvio caminaba una sombra encorvada y desparpajada que, conforme se acercaba, iba adquiriendo forma humana. El hombre ingresó al cuarto de madera construido en el patio de esa casa, cuya puerta daba a la calle. Enseguida dejó su maletín sobre la mesa de trabajo, se quitó el impermeable negro, pero se quedó con el overol de color café y las botas industriales.
Recorrió el angosto espacio de seis metros de largo por dos de ancho para tomar la toalla que estaba encima de la silla de metal oxidado. Con mucho cuidado procedió a secarse el cabello mientras contemplaba el desorden debajo de la mesa de triplay que construyó semanas atrás. A un costado del mueble se encontraba un cobertizo, el cual contenía botes de aluminio. Cada uno almacenaba clavos, tornillos, destornilladores, taparroscas y restos de PVC respectivamente.
La luz del foco parpadeó, señal de que (en cualquier momento) se aproximaba un apagón indefinido. Samuel miró por el rabillo del ojo a su robot sentado encima de la mesa de trabajo. Adam permanecía con las patas extendidas, los hombros caídos y su cabeza miraba al vacío. La construcción del autómata requirió años de sacrificios, desvelos, cambios de humor y largas jornadas de trabajo por parte de su creador. La tarea más complicada fue encontrar piezas o semiconductores en una ciudad alejada de los avances tecnológicos.
El señor Tavares sacó una cerveza del frigobar ubicado debajo del escritorio, a un costado de las cajas de cartón. Luego tomó asiento frente a su robot. Mientras contemplaba con orgullo a su creación, dio un sobro y sonrió victorioso. Había pasado tanto tiempo desde aquel accidente laboral donde casi le cuesta su carrera como ingeniero, al menos por un tiempo. Desde entonces, tuvo que autoexiliarse, a petición de su jefe y dueño de la fábrica. El objetivo, evitar las miradas de las autoridades y de la prensa. Tomas Handall tenía tanto miedo de que la verdad se supiera y con ello, perder la poca credibilidad que gozaba ante la comunidad científica y la opinión pública.
«Si tan solo hubiera controlado a su hija a tiempo», pensó Tavares con amargura después de beber un sorbo.
Luego del accidente, el hombre vivió el sufrimiento y la tortura mental en carne propia. Dejó de dormir gracias a las pesadillas que lo atormentaban a mitad de noche, donde un monstruo de ojos violeta amenazaba con robarle el alma e introducirla en un robot. Le costó trabajo consumir alimentos y no vomitarlos a la siguiente hora. A veces le costaba salir de la casa porque sufría de delirios de persecución. Los remordimientos se encargaron de que jamás olvidará lo sucedido en la fábrica.
El trago amargo de la cebada le recordó cómo perdió su opulento estilo de vida, antes de que todo se fuera al infierno. Después del desastre, Samuel se convirtió en una paria; los amigos y familiares se alejaron. Todos les dieron la espalda y no les quedó de otra que comenzar de cero, en otra ciudad con una cultura diferente.
Mientras se encontraba en el cuartucho de lámina agujerada, reflexionó sobre aquellos traidores; contemplaba al robot con la esperanza de que fuera su salvador. El hombre arrojó la botella contra una máquina de soldar que compró días antes en una casa de empeño. El señor Tavares sintió dolor por su derrota, porque en el fondo sabe que le vieron la cara y no lo quiere admitir. Apretó los ojos mientras recordaba cada uno de los errores cometidos. Al final, terminó compadeciéndose al recordar la humillación del fue objeto.
En la ciudad de García se convirtió en un don nadie, dejó a un lado sus aspiraciones de grandeza. A los pocos días de haber llegado, pidió trabajo como operario de producción en una fábrica que produce componentes de aluminio para vehículos eléctricos. Ni siquiera mostró su título o cedula profesional. No le convenía que revisaran sus antecedentes y así perder el único ingreso para su familia.
Lo primero que vio en su primer día de trabajo, fue un accidente en el área de calderas. Un inspector de metal intentó sacar una muestra de aluminio, pero cayó al interior de un horno a ochocientos grados centígrados. El señor Tavares escupió a un lado, asqueado de solo recordar el cadáver: sus ojos explotaron y el hueso del cráneo quedó expuesto (por mencionar algunos grotescos detalles). Samuel Tavares tomó una bocanada de cerveza después de limpiarse el resto del líquido en su barba.
En otra ocasión, fue testigo de cómo un brazo robótico prensó la cabeza de un compañero de trabajo. La victima limpiaba el área cuando el sensor del autómata lo detectó. En consecuencia, los brazos de la maquina transportaron el cuerpo hacia la cadena de producción.
Samuel dejó escapar una maldición seguida de insultos contra los responsables, ya que en esa fábrica todo mundo es propenso (a excepción del personal administrativo) a sufrir un accidente. Los vellos de sus brazos se erizaron de solo recordar los gritos de dolor del pobre incauto. A su juicio, el nivel de incompetencia y negligencia por parte de técnicos, ingenieros y directivos, rayaba en lo ridículo.