El lunes, cuando el despertador sonó a las cuatro y media de la madrugada,
las jóvenes se querían morir. Tenían sueño, pero debían levantarse. El tren pasaba
a las 05.45 por el apeadero de Büchenbach y no podían perderlo. Carmen miró
por la ventana; estaba todo oscuro, y además pudo sentir la dureza del exterior.
¡Qué frío hacía en Alemania!
Se levantaron y, tras esperar su turno para utilizar el cuarto de baño, bajaron a
desay unar un tazón de leche con pan. Una vez hubieron acabado, se abrigaron
bien y siguieron al resto de las chicas. Todas iban a trabajar a la fábrica Siemens.
El apeadero de Büchenbach estaba a un cuarto de hora andando de la
residencia. El frío era tremendo, pero la curiosidad por todo aquello las hizo
reactivarse e ir contentas hacia la fábrica.
Al subir en el tren, Carmen sonrió y, frotándose las manos para darse calor,
dijo:
—Necesitamos unos guantes.
—La madre del cordero, ¡qué frío! —se quejó Teresa.
—Necesitáis guantes, gorro, unas buenas botas y orejeras —afirmó Renata.
—Será lo primero que compremos cuando cobremos —afirmó Loli.
Tras un viaje de casi una hora, arribaron a su destino.
Nada más llegar a la fábrica, las recibió un hombre de pelo claro, may or que
ellas y vestido con un traje oscuro. Con aire profesional, se acercó a las mujeres
y, tendiéndoles la mano, dijo en un español casi perfecto:
—Señoritas, encantado de conocerlas. Me llamo Hans Perez. Soy su
intérprete en la fábrica y…
—¿Es español? —preguntó Loli.
—Soy alemán —respondió él, sonriendo.
—Ay, ¡qué bonico! —Teresa sonrió.
—Pues habla muy bien español —apreció Carmen.
Con una agradable sonrisa, él explicó:
—Mi padre es español. —Todas asintieron y el hombre continuó con gesto
guasón—. Como les decía, soy su intérprete para cualquier duda o problema que
tengan. Aun así, procuren amoldarse pronto a sus trabajos.
Dicho esto, les dio una vuelta por la fábrica y les explicó que en aquella zona
se trabajaba en cadena, bobinando motores para aviones, camiones o contadores
para la luz, y que sus ganancias dependían del esfuerzo de su trabajo.
Les dijo cuál era el horario: de siete de la mañana a cuatro de la tarde. A las
nueve hacían una pausa de quince minutos para desayunar y sobre las doce, otra de treinta minutos para comer. Después les presentó a sus jefes y les entregó
unos uniformes, unos horrorosos pantalones gris oscuro con unas casacas gris
claro.
Una vez quedó todo claro, las llevó hasta la zona donde a los nuevos se les
enseñaba a bobinar los motores de los aviones. Aunque se trataba de un trabajo
nada fácil, ellas pusieron todo su empeño por aprender, y más al sentir la dura
mirada de su nuevo jefe, al que rápidamente, por ser pequeñito y algo arrugado,
las españolas bautizaron con el nombre de ¡Garbancito!
Esa noche, en cuanto regresaron a la residencia, a las seis y media, se
acostaron sin cenar. El trabajo las había agotado.
El día quince, cuando llegaron a la residencia por la tarde, Carmen vio a
varias chicas correr hacia el salón de la televisión.
—¿Qué pasa? —preguntó curiosa.
Teresa, que estaba a su lado, la agarró de la mano y dijo, tirando de ella:
—Corre. Ven. Están retransmitiendo por televisión la boda de la española
Fabiola y Balduino de Bélgica. ¡Ay, qué rebonicosssssssssssssss!
Carmen la siguió sin dudarlo y se sentó en el suelo junto a otras chicas para
ver el real enlace; Teresa cuchicheó a su lado:
—¿No te parece romántico?
—Sí.
Con una mirada soñadora, Teresa añadió:
—Algún día conoceré a un hombre cariñoso, atento y bueno que me rondará,
me enamorará, me pedirá que me case con él y me hará feliz el resto de mi
vida. Tendremos hijos, a ser posible cinco, luego los niños crecerán, mi marido y
y o nos haremos viejecitos, los niños se me casarán, después me darán nietos y…
—Hija, Teresa… ve más despacio —se mofó Carmen.
Renata, que la había oído, se sentó al lado de ellas y dijo:
—Yo nunca me casaré. Lo tengo claro.
—¡Arrea lo que ha dicho!
Al oír eso, Loli sonrió y afirmó:
—Pues yo sí quiero casarme. Y espero hacerlo con un hombre muy guapo,
muy galante y que me cuide toda la vida.
Renata se mofó de ella y Teresa, que quería ver el enlace, susurró:
—Chissss, ¡callaos que no oigo na!
Loli, Renata y Carmen se miraron con complicidad, sonrieron y continuaron
viendo la boda por televisión.
El resto de la semana fue igual. Madrugar. Trabajar. Regresar a la residencia
para ducharse, cenar y dormir. Estaban tan cansadas que a veces se acostaban
sin cenar y Carmen sin escribir en su diario.
Como el sábado no tenían que trabajar, pudieron dormir a sus anchas. Sobre las diez, cuando se despertaron, se lavaron los uniformes y decidieron ir al
supermercado que Renata les dijo que había en Büchenbach, el pueblo más
cercano. Necesitaban aprovisionarse, pues la comida que habían llevado de
España se estaba acabando.
Carmen, Loli y Teresa decidieron ir solas a comprar porque Renata se había
marchado con un novio que tenía y no estaba. El camino lo conocían, ya que el
pueblo se encontraba junto al apeadero del tren. Entre risas, las tres jóvenes
fueron a la tienda y al entrar y leer todos los carteles en alemán, Loli susurró:
—Creo que deberíamos haber esperado a Renata para que nos ayudara.
Carmen miró a su hermana y, poniendo los ojos en blanco, contestó:
—Chica, tampoco va a ser tan difícil comprar algo de comida.
Loli, sorprendida por sus palabras, la animó:
—Muy bien, hermosa, vamos, empieza a comprar. Necesitamos champú,
latas de carne, pan, leche, galletas, patatas y si encontramos pollo, sería genial.
Con seguridad, Carmen cogió una cesta que había junto a la cajera, que las
miró con curiosidad.
Sin lugar a dudas, aquéllas eran muchachas de la residencia de señoritas y,
por su acento y su manera de hablar y de mover las manos, eran españolas o
italianas.
Loli y Teresa siguieron a una decidida Carmen, que metió en la cesta leche,
pan, champú, galletas, latas de carne preparada y patatas. Después se dirigió
hacia el mostrador de la carnicería y, al acercarse, el hombre que lo llevaba dijo:
—Ja?
Las chicas se miraron y Loli cuchicheó:
—¿Qué ha dicho?
Teresa, con cara de susto, susurró:
—Está muy serio el mozo, ¿no?
—Madre del amor hermoso, cómo nos miraaaaaaaaaaaa —murmuró Loli.
Carmen, que hasta ese momento estaba concentrada en los distintos tipos de
carne que allí había, levantó la cabeza al oírlas.
—Ha dicho « ¡Sí!» . Recordad que cuando los alemanes dicen eso de « Ja!» ,
es simplemente « Sí» .
—Mírala qué lista y tunanta es —se mofó Loli, observando a su hermana.
—Hija, lo tuy o van a ser los idiomas —dijo Teresa sonriendo y haciéndolas
reír.
El hombre, al ver que las tres charlaban y sonreían, preguntó:
—Spanien?
Ellas se miraron y Carmen, segura de lo que decía, respondió:
—Sí… sí, ¡españolas!
Él también sonrió. No eran las primeras españolas que pasaban por allí y
Carmen, envalentonada, añadió mientras lo miraba: