Huellas en las Arenas | Volumen I - Sangre y Mar

Prólogo I

PRÓLOGO
“El culpable de todo siempre se encuentra junto a los afectados…”
25 de Noviembre, 2018

    Estoy seguro de que el Padre Gabriel no hubiera aceptado la petición de dirigir los rezos del velorio, si hubiera sabido que la novia del difunto, le iba a lanzar una roca desde el auditorio, provocándole una herida en una ceja y rompiéndole sus más apreciadas gafas.
<<Debo jubilarme de esto>> era todo lo que pensaba.
Según los gustos de Gabriel, era un día hermoso. La lluvia fría, la soledad, el silencio. Al despertar esa mañana, lo hizo con una sonrisa, y al mirar por la ventana lo primero que vio fue a los arboles siendo atacados por el viento, como si éste le reclamara alguna deuda. Pero su sonrisa se desvaneció cuando recordó lo de la familia Miller.
Luego de su rutina religiosa, en un Honda conducido por su monaguillo, fue a la correspondiente para dar el clásico discurso hacia muertos. El fallecido Matías Miller un joven quien asistía junto a su familia a la iglesia hasta que cumplió dieciséis. Era inteligente, simpático y muy agradable. El hecho de que haya muerto tan joven era muy lamentable.
Era hora de dar el discurso. Vislumbro a los dolidos. Estaba la familia Miller, los hermanos de la iglesia, la pareja, sus amigos, y algunas personas más. Inició.
En una parte del discurso, en una que ahora poco recuerda, recibió la pedrada directamente del auditorio. La piedra acertó en una ceja, como mencioné antes. El Padre Gabriel sólo levantó la mirada para saber quien tuvo el atrevimiento, “quizás fue alguien que pasaba”. No fue necesario ver, al escuchar:
–¿Qué Dios lo quería en el cielo? ¿Qué Él lo planificó así? ¡¿Cómo piensas que eso me va a consolar?! ¿Cómo… si dices que somos insignificantes ante un ser indiferente que “planifica” nuestras muertes…
Y la chica pelirroja esa, Jennifer, seguía gritando, hasta que uno de sus amigos la calmó.  
El Padre Gabriel la llegó a conocer. En primer lugar, Matías, el difunto, era un joven fiel devoto junto a su familia. Asistían cada domingo a la iglesia. De vez en cuando llevaba a Carlos, un chico alto caucásico, quien era un gran amigo suyo. Pero toda la vida espiritual de Gabriel se arruinó al juntarse con Jennifer, que trajo consigo a Lewis, los dos unos mundanos.
Luego del escándalo, y de haber meditado lo suficiente, el Padre se sentía listo para iniciar nuevamente con los rezos. Vio como Lewis sostenía a Jennifer en modo de consuelo. Ignoró sus pensamientos, e inició. 
Pero no pudo gesticular palabra alguna cuando varias patrullas policiacas rodearon todo el lugar con gran estruendo y ruido de sirena. Al Padre le llamó la atención un vehículo que destacaba de los demás, era negro, elegante y con brillo. También llevaba una sirena, pero pequeña. 
De todas las patrullas salieron oficiales de la ley, pero del auto negro salió un hombre llamativo. Tenía una mirada fija, con ceño fruncido, y a la vez, relajada. Tenía una gabardina crema por encima de un uniforme negro que lo diferenciaba del resto, pero que no dejaba de aclarar que era policía. Llevaba el cabello largo y suelto, descuidado a propósito, con intermitentes canas que hacía parecer que su pelo era gris. 
Este ser caminó despacio, sembrando ansiedad e intriga. Caminó, hasta detenerse frente a Jennifer, Lewis y Carlos, con tres policías en la espalda. El Padre, inmediatamente empezó a levantarse para correr hacia ellos. “No era posible que arrestaran a esa pobre chica por un acto de ignorancia”. Pero antes de llegar, el hombre habló:
–Soy el detective de la SCL, Reinaldo Reyes. Tengo entendido que usted es el aclamado artista Lewis Luciano, y que fue parte de los sospechosos de la muerte de Pedro Carrazco.
“¿Qué está pasando?”
–Queda usted detenido como presunto autor de las muertes de Pedro Carrazco, y Matías Miller.

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.