—Y por esa misma razón es que hemos invitado a todo el pueblo…
Nieves observaba a su suegra, incrédula. No dijo palabra alguna, así que Gregoria continuó.
—Ya ves que esa vieja le preparó que un danzón y no sé cuántas cosas. Pues yo le he preparado algo mejor, ya verás. Todos irán, es esta noche. No te habíamos dicho porque sabíamos que te opondrías —dijo dándole un sorbo a su té.
Rutilia escuchaba la conversación desde su asiento, tenía a Rito sobre las piernas mientras observaba la reacción de su hija mayor. Antonia en cambio miraba a todas partes, intentando evitar la mirada inquisidora de su hermana.
—¡No puedo creer que te hayas prestado para esto, Antonia! —regañó.
—¡Perdóname, Nieves! Pero es que no me parece justo que tú sí hayas podido disfrutar de un baile y yo nunca haya estado en uno —se cruzó de brazos, ceñuda.
Ante la sorpresa por la reciente rabieta de Antonia, Nieves abrió los ojos de par en par. Era la primera vez que su hermana se comportaba de esa manera, comenzaba a pensar que dejarla pasar tanto tiempo con doña Gregoria le estaba haciendo volverse demasiado caprichosa.
—Además —siguió la niña —En un mes cumplo quince y ni siquiera he tenido novio ¡Yo quiero casarme igual que tú!
—No sabes lo que dices —arremetió Nieves levantándose de la mesa.
—¡Suficiente! —dijo en voz alta Rutilia —. ¡Nieves sino quieres asistir al baile entonces no vayas, nadie te obliga! ¡Y tú, Antonia, no te vas a casar hasta que yo lo diga!
Nieves se quedó de pie en la escena. Se hizo un silencio sepulcral que solo fue interrumpido por Gregoria quien le ponía mantequilla a una rebanada de pan.
—Aquí no hay buenos pretendientes de todas formas —susurró en voz baja —Hablando sobre el baile, está claro que es sorpresa, Nieves. Y como dice tu madre, no es necesario que vayas, pero como esposa de Horacio deberías hacerlo. Al menos apóyanos llevándolo al salón en donde se realizará.
Puso los ojos en blanco y se dio la vuelta sin dar una respuesta. Caminó por el pasillo hasta la puerta que daba al patio, y luego de cruzar por todo este llegó a su casa a la que poco a poco comenzaba a acostumbrarse.
Parecía que aquel día no solo se había levantado molesta por la fiesta sorpresa, sino también por el hecho de que su hermana hubiera confesado que deseaba casarse. Antonia a sus ojos seguía siendo la misma niña de tres años que jugaba con lodo y comía tomates del arbusto que había crecido en el patio por arrojar tantas veces las semillas al suelo. No había forma de que la viera casada, y es que, aunque Nieves quisiera darle un mejor futuro, la verdad era que no había muchas oportunidades para las mujeres en aquel tiempo y ella lo sabía mejor que nadie.
A veces se reprochaba su actuar con la tía Isabel, pensaba (y que rogaba que Dios la perdonara) que cuando esta muriera Horacio sería dueño de sus negocios, su familia podría irse con ellos y darles una mejor educación a sus pequeños hermanos. Pero ahora todo había cambiado y, además, parecía más una fantasía que algo mínimamente posible.
Se detuvo frente a una maceta de flores, observando los pétalos balancearse suavemente con la brisa. Se preguntaba qué camino tomar en medio de todas las cosas que estaban ocurriendo. Hasta donde sabía, Horacio había disfrutado el baile que la tía Isabel y Esther habían realizado ¿Por qué habría que hacer otro? Soltó un bufido. La terquedad de doña Gregoria era sorprendente, y su capacidad para convencer a los demás también lo era.
Por su cabeza se pasó la imagen de Horacio, sonriente y despreocupado como de costumbre. Era seguro que él no dudaría ni dos veces antes unirse al plan si de ella se tratase. Si algo no podía negar es que Horacio estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella con tal de verla feliz ¿Entonces debía ella intentar lo mismo por él?
‹‹Maldita sea›› pensó y a pasos pesados se dirigió nuevamente a casa de su suegra. Se detuvo frente a las mujeres que continuaban desayunando, con las miradas encima y el silencio abrumador; cerró los ojos apretándolos fuerte y frunció el ceño.
—¿Qué tengo que hacer? —dijo a regañadientes.
Los niños y doña Gregoria celebraron entre aplausos y gritos, mientras Rutilia reía ante la reacción de su hija. Gregoria se levantó de su asiento y se dirigió hasta Nieves, la tomó de los hombros con una sonrisa.
—Has tomado una decisión muy sabia, mi niña. Ahora, lo que tienes que hacer es fácil…
***
Horacio permanecía con la mirada fija en la ventana del tren, tenía una sonrisa en el rostro, ni siquiera podía disimular ahora que iban de regreso a casa. Su padre lo notó y con una sonrisa a través de su bigote le llamó.
—¿Contento por volver?
Dirigió sus ojos hacia su padre.
—Más bien ansioso.
—No me hace falta preguntar, estoy casi seguro de que se trata de Nieves.
—¿Soy tan obvio?
El señor Jorge rio.
—Un poco… ¿Qué tal van las cosas entre ustedes?
Horacio soltó una risilla que más bien parecía un suspiro. Bajó la mirada recordando el día en que tuvo que partir con su padre a Colón. El cómo Nieves había madrugado para tener el desayuno listo y luego lo había despedido en el portal de su casa. Y aunque era un detalle simple en un matrimonio, para él había sido realmente importante.