Había transcurrido cinco minutos desde su muerte, pero el cuerpo seguía conservando una temperatura adecuada para extraer una muestra de ADN.
—Así que le alegrará la vida a un pobre niño, ¿eh, doctor Strauss? —dijo la asistente de veterinaria. Era una pasante demasiado joven en comparación con el doctor Strauss, quien ya rondaba los setenta años. En cambio, ella tenía caderas muy estrechas, trasero y senos firmes que no encajaban muy bien con su rostro de comadreja, ahora oculto bajo un cubrebocas.
El doctor Strauss acercó la mesa de mayo hacia donde se encontraba el cadáver del golden retriever. Hermosa criatura. ¡Cuántos niños no desearían tener una mascota así! Lo malo era que, al final de cuentas, eran los padres los que se tenían que encargar de la manutención de la pobre criatura mientras sus hijos se limitaban a jugar con el animal o considerarlo una molestia cada vez que ladraba.
Sin embargo, no lo hacía para alegrarle la vida a nadie. Su deber había concluido una vez la vida de aquel perro murió en sus manos en un vano intento de extraer el veneno de ratón que éste había consumido. Si por él fuera, haría perro asado… ¡Ja! Ya le gustaría ver la cara de su madre —quien siempre había sido vegana— cuando se enterase que su hijo cenó perro asado. Con cinco minutos de muerte, claro.
La asistente de veterinaria se rindió al esperar la respuesta de su colega y se concentró en realizar su labor.
—Jeringa. —El doctor Strauss extendió una mano y la joven le puso la jeringa en la palma.
Esperaba que la sangre no se hubiera asentado tan rápido: sería una pena perder algo tan valioso como el cadáver de un animal para ponerlo en experimentación. No obstante, apenas introdujo la aguja en la zona afeitada de la pata del golden retriever, aspiró el émbolo y la inyectadora comenzó a llenarse de un líquido rojo oscuro y espeso.
—Bingo —susurró bajo su cubrebocas, extrayendo la inyectadora sin reparar en el diminuto orificio sanguinolento que las moscas y gusanos no tardaría en contaminar
Procedió en repetir el mismo procedimiento en los genitales del perro, a lo que la asistente desvió la mirada y agradeció que el cubrebocas ocultó la mueca de asco. No era por el procedimiento que hacía el doctor, sino por el líquido parduzco que llenó dos dedos la inyectadora antes de extraer la jeringa.
—Doctora Carmone —dijo el doctor Strauss de repente—, ¿tiene la muestra del tejido cerebral del animal?
—Sí, doctor. Tenemos diez minutos a partir de ahora antes de que la muestra se dañe.
Con un asentimiento de cabeza, se dirigió hacia la asistente quien se estremeció ante la mirada de autosuficiencia de su superior.
—Parece que sus palabras se harán realidad, asistente. ¿Qué fue lo que dijo acerca de hacer feliz a un niño?
La asistente no respondió, pero tampoco apartó sus ojos de los del doctor Strauss escrutándolos para ver el brillo demencial una vez más.