Cuando mi amo se vestía con su camiseta de tirantes, unos shorts y zapatos deportivos solo significaba una cosa: iríamos al lago Presley. Casi siempre íbamos para allá, en especial cuando mi humano pasaba todo el día en casa en vez de irse todas las mañanas a quién sabe dónde, con esa apestosa mochila en sus hombros y su patineta bajo el brazo.
En la mañana, el amo de Stephanie había llegado a recogerla junto al cachorro de humano. No puedo decir que era un tipo amigable porque siempre olía a rancio con un olor más penetrante…, parecido al que expulsan los autos con esas largas colas de humo detrás. Era apestoso. Lo cierto fue que en su despedida, pude escuchar que ella le susurraba algo a mi humano aprovechando el abrazo que le dio.
—Ya sabes, hermanito. No me falles. Será tu única oportunidad —le susurró tan suave que me costó descifrar lo que quería decir. ¿Qué quería decir, de hecho?
Mi humano contestó:
—Descuida. Lo sé. —Y dando un paso atrás, dijo con un tono de voz más alto—: Cuida a mi sobrino bien.
—Lo haré. —Le dedicó una amigable sonrisa para arrodillarse junto a mí y despelucarme—. ¿Y cómo no voy a despedirme de ti, el perrito más consentido de esta casa? ¿Eh, eh?
Ahhhh… Sus manos, aunque apestosas a olores artificiales que solo los humanos toleraban, eran tan pequeñas y suaves, con esos dedos tan largos y delgados, que llegaban a los lugares donde las toscas manos de mi amo no lograban alcanzar. Sus caricias eran tan acertadas que no podía evitar abrir la boca en una sonrisa de placer.
Con dos palmaditas en mi cabeza, Steph se irguió y se dirigió con un último adiós de su mano hacia el auto de su amo apestoso. El único recuerdo que nos dejó, además de la despedida y de su presencia y de su cachorro de humano que lo único que hacía era llorar, fue la estela negruzca del vehículo cuando se marchó.
Cuando llegó la tarde, mi humano me puso el collar y agarró su patineta, e hizo el resto del paseo hacia el lago fue una completa diversión. El lago Presley era uno de los lugares donde humanos y mascotas se reunían todas las tardes. Había un parque para humanos pequeños, otros para humanos más grandes y fornidos que solían andar sin camisa y ¡otro para perros! Aunque los amos se la pasaban llamándonos y silbándonos para que saliéramos del complejo de túneles y toboganes, aterrados de que nos perdiéramos o nos peleáramos por querer ir en un sentido y no del otro.
¡Humanos! No nos dejan socializar.
Otros humanos solían sentarse alrededor de la orilla del lago y hablar o comer. Y algunos, los más atrevidos, por supuesto, se iban a un rincón del lado a bañarse y lanzarse agua entre ellos. En lo personal, nunca me gustó ese lago. Todo empezó hace un tiempo atrás cuando mi humano decidió llevarme por primera vez allí. Puedo confirmar que ya no era un cachorro llorón, pero cuando asomé mi cabeza en el agua me vi a mí mismo. ¡Y fue aterrador! Pensé que era otro perro que estaba metido en el agua e incluso le ladré; sin embargo, creí ver algo más que me puso todo el pelaje de puntas. Era como si algo gigante habitara debajo de aquel lago, ya que después de que ladré vi una silueta inmensa hacer que mi reflejo se distorsionara ligeramente con ondulaciones.
Y no faltaba que mi humano, en vez de proteger a su pobre amigo aterrado, me arrojara al agua y se riera de mí con la excusa de que tenía que aprender a nadar. Apenas había chapoteado el agua y dado con la superficie, nadé lo más rápido que pude hasta la orilla. No porque mi amo quisiera abrazarme, no porque me había arrojado para que aprendiera a nadar: era porque esa silueta me daba muy, pero que muy mala espina y no quería que me atacara algo más grande que yo. No, no y no.
Aquella tarde cuando llegamos al parque no había mucha frecuencia de humanos, al menos. De hecho, se hallaba casi solo si no fuera por una pareja que estuviera echándose agua, tres grupos de picnics en tres zonas distintas de la orilla de césped recortado y un par de muchachos jugando en ese montón de tubos a los que se subían. Mi humano se bajó de su patineta, poniéndola debajo de su brazo.
—Vamos, Simba-Simba. Saludaremos a un amigo.
¿Amigo? ¿Cuál amigo? Sabía que no era amigo mío, pero estaba ansioso por saber quién. Rodeamos la orilla del lago y nos acercamos a un pequeño grupo que salió de entre los árboles del bosque adyacente. Entre risas y empujones de broma, uno de los chicos se detuvo y reparó en nuestra presencia. ¡Yo conocía este humano!
¡Ay, ¿pero cómo era que se llamaba?! Su olor y su voz… ¡Rayos! Tenía su nombre en la punta de mi lengua, pero no me acordaba.