Incomparable

IV. UNA CONVERSACIÓN PARA NADA NORMAL

Esa mañana, mi humano se fue de la casa a primera horas del alba con su amo y después la ama de mi amo. Me acosté sobre mi morro y pensé que esa sería el día más aburrido y solitario que tendría de nuevo. A pesar de que ya debería acostumbrarme, no quería estar lejos de mi humano porque era muy especial para mí. Y verlo crecer e irse para volver todas las tardes, me ponía triste y luego alegre porque sabía que no me abandonó, que no me ha apartado de su corazón.

¿Los humanos tienen corazón? Me imagino que sí, porque yo siento el mío dentro de mí en estos momentos que estoy echado en el suelo contemplando el patio, que se encuentra en un profundo silencio.

Muchos creen que nosotros somos tontos, pero no lo somos. Sé a dónde va mi amo todas las mañanas: a ese horrible edificio donde hay muchos humanos, con miles de aromas, voces, caras y manos diferentes; todo era muy confuso la primera vez que fui para allá. No sé para que los humanos se reúnen en ese lugar que ellos llaman «Colegio». Que nombre más patético. ¿Es allí donde les enseñan a patear los balones en vez de morderlo?

¡Oh, sí, morder el balón! Ya tenía con qué distraerme. Me puse de pie de un salto y corrí hacia el balón que estaba debajo de la sombra del único árbol del patio. Lo agarré con la mandíbula y sacudí la cabeza, gruñendo. ¡Ja, ja! No había nada más divertido que pensar que el balón intentaría zafarse de mí sin éxito y yo lo mordería hasta descubrir por qué era redondo.

No sé cuánto tiempo estuve mordiendo el balón, arrojándolo lejos y corriendo tras él hasta volverme a acostar, pero masticando la curiosa cubierta de éste que sabía a plástico, tierra y saliva. Lo cierto fue que me quería salir de aquel patio. ¡Explorar el vecindario! Iría a casa de Cindy, que también debía estar sola con sus cachorros.

Me precipité a través de la puerta para mascotas del patio, atravesé la casa a toda velocidad y luego la otra puerta que daba a la calle. Mis humanos no reparaban en bloquearlas por dentro, y suponía que no estaban muy al tanto de mis andanzas por el vecindario. Una vez me perdí, claro está —típico de los perros, dah—, y me preocupé demasiado porque sabía que mi amo se pondría muy triste si no regresaba a tiempo. Así que aprendí a guiarme por los olores, aunque en aquel vecindario había cientos y cientos de olores al mismo tiempo. El secreto estaba en enfocarse en uno solo y seguirlo.

Aunque no hacía eso para ir a la casa de Cindy. Su hogar quedaba seis casas después de la mía e iba caminando, viendo a los demás humanos montados en sus extraños vehículos o patinando o andando en otras curiosas cosas con dos ruedas y cubiertos con cascos y otras cosas indescriptibles e inservibles para alguien como yo. A fin de cuentas, era cosa de humanos y solo ellos entenderían.

Cuando llegué a la casa de Cindy, me detuve delante del camino del jardín y ladré. Los niños me respondieron de inmediato: algunos con aullidos y otros con sonidos cortos, que apenas sonaban como ladridos. Eran tan tiernos. Cuando mi humano se enteró de la noticia, fuimos a verlos; fue como si, por alguna razón inexplicable, hubiera leído mi mente. Esas criaturitas eran tan pequeñas e indefensas. Era sorprendente como podemos crecer…

Cindy cruzó su puerta de perros. Era una linda cocker spaniel de largas orejas pardas y peludas. Ella decía que éramos como primos lejanos por tener el mismo color y todo este pelo que a los humanos les fastidiaban y preferían eliminarnos. Sin embargo, pude notar que Cindy ya no era una cachorrita que andaba jugando con sus amos ni tampoco alguien que estuviera en busca de una aventura con un perro callejero como Zack.

—Hola. Ven —me ladró.

Me dirigí al porche donde ella se sentó. Me senté a su lado y luego, en el largo silencio que había entre nosotros mientras contemplábamos el silencioso vecindario, nos echamos en el suelo a seguir perdidos en nuestros pensamientos.

—Me alegra que hayas venido —dijo ella, rompiendo el silencio—. No sabes qué estresante pueden ser los cachorros cuando pasas todo el día con ello vigilando que no hagan nada que enfurezca a tus amos.

—¡Vaya! Ser cachorro es lindo, pero ser madre no tanto al parecer. ¿Qué pasará con ellos?

—¿Cómo que qué pasará con ellos? —preguntó de vuelta como si no hubiera comprendido mi pregunta.

No quería tocar ese tema tan delicado como la adopción… O, mejor dicho, cuando los humanos te separaban de tu madre y la dejabas allí, triste, viéndote partir en los brazos de alguien más. No recuerdo ese día, aun así intente recordarlo. A veces, sueño cuando mi humano me sacó de la caja o el día en que terminé en un extraño cuarto muy frío rodeado de gente aterradora, sin la fuerza necesaria para morderlos y ahuyentarlos. Pero si me preguntas si recuerdo a mi madre, pues no. No la recuerdo.




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