—¿Por qué lo hiciste, Simba? —dijo mi amo con tristeza—. Justamente cuando todo iba tan bien…
Un largo suspiro de él me bastó para hacerme sentir peor de lo que ya estaba. No quería ver a mi amo con sus ojos enrojecidos y sus mejillas surcadas de lágrimas. Solo intentaba protegerlo de ese tal Oscar. ¡Qué iba a saber yo que los humanos les dolían copular! Y eso no era lo peor de la situación, sino los gritos amortiguados que los amos de mi amo se decían del uno al otro; gritos tan escalofriantes, que al filtrarse por las paredes de la casa me ponían la piel de gallina.
Con la oscuridad de la noche dominando el patio, rota levemente por el débil haz de luz que salía de la cocina, las siluetas de los amos de mi humano aparecía de vez en cuando. Sacudían sus manos, algunas veces se las llevaban a la cabeza, otras al pecho. Se insultaban, decían cosas que no entendía como un tal seguro de vida o pagarle la clínica al muchacho y que un médico tenía que venir a revisarme si tenía o no rabia.
No, yo no estaba enfermo. Era incomprendido en un mundo estructurado por humanos con mentes tan raras y complejas, que para alguien como yo era muy difícil descifrar. Esa era la verdad de las verdades, aun así pareciese una excusa si hubiese tenido el don de hablar con estos humanos.
Lo cierto fue que el otro amo de mi amo y mi humano ayudaron a Oscar a sentarse en la banca y vendaron su pierna herida. Mi amo no dejaba de gritarme, con el rostro crispado de ira hacia mí, y Oscar siseaba cada vez que el otro amo de mi amo le revisaba la herida. Al rato llegaron más humanos, esta vez vestidos de negro y apestando a sudor. Ayudaron a Oscar a ponerse un short deportivo y una franelilla para llevárselo. En ese instante, la ama de mi ama y Steph entraron como un bólido en el vestuario, abrazando a mi humano y preguntando qué había pasado, que por qué el entrenador las había llamado.
—Es Simba, mamá —dijo mi amo—. Mordió a Oscar mientras nos duchábamos.
—Es mejor que llame a un veterinario para que revise a su perro, señora —dijo el otro amo de mi amo—. Si el animal tiene rabia, pudo haber contagiado al chico.
—¡Simba no tiene rabia! —bramó mi amo, sorbiendo y pasándose el dorso de la mano por la nariz.
—Si tiene o no rabia, es necesario que un veterinario lo examine —sentenció el humano, dedicándome una mirada más severa que la de mi propio amo.
Ahora que estábamos en el patio, solo podía mantener la cabeza gacha a modo de disculpas. No sabía si mi amo pudiese entenderme, tal vez sí o tal vez no. De tanto en tanto me acariciaba con cierto recelo como si creyera que lo iba a morder. ¡Por supuesto que no! No sería capaz de hacer algo semejante, no a mi amo.
—Creo que sé por qué lo hiciste, Simba —dijo, de repente—. Estás celoso, ¿no es cierto?
Lo miré de soslayo y bajé los ojos cuando encontró mi mirada.
—Estás celoso o quizás intentas protegerme como lo haría Stephanie si viviera con nosotros. Pero no, Simba, no puedes hacerlo. Tienes que… —Tomó aire y se relamió los labios—. Tienes que entender que Oscar…, digo, que Oscar y yo somos más que amigos, ¿entiendes? No somos amantes o es creo. Pero me gustaría que fuera mi novio.
Bufó y sacudió la cabeza.
—Hasta para las mascotas está mal que uno ame a otro hombre —susurró.
No, claro que no. Mi amo podía hacer lo que quisiera. Era su vida, no la mía; pero no iba a permitir que nadie lo hiriera. Sin embargo, en mi terco intento de evitarlo terminé siendo yo el que lo hirió hasta el fondo.
—Oscar es lo más cercano a tener a otro chico como novio, ¿sabes? Vivir en este pueblucho donde todas las mujeres chismean de lo que hacen o no sus vecinos; donde todos los hombres se reúnen a beber y a discutir de deporte o a hablar del futuro de sus hijos; donde nosotros, los hijos, luchamos en silencio por querer ser adultos cuando apenas tenemos diecisiete años, cuando ni siquiera nos hemos graduado, cuando ni siquiera sabemos si la carrera que queremos es o no la correcta.
Se volvió hacia mí con los ojos abnegados en lágrimas.
—Intentamos aparentar como adultos cuando no somos más que unos adolescentes. Esa es mi lucha constante: ser aceptado tal cual y como soy. No en este pueblo, sino en cada rincón, en cada cultura, en cada religión y sociedad a donde pueda ir. Tú escuchaste a Steph diciendo que Metasio era el paraíso gay; y lo es. Oscar ha ido para allá; yo no. Y si allí no hay discriminación, ni chismeas de viejas ni desprecio…, entonces haría lo que esté en mi alcance para lograrlo.
»Mientras tanto, Oscar es lo único que tengo para hacerme sentir aceptado, ser amado… —Se encogió de hombros—. Sé que no me entiendes, Simba, que tu amor hacia mí es incondicional. Pero te pido de por favor que no lastimes a Oscar otra vez. No.