Indómito

capitulo 3

CAPITULO 3

 

Faltaban diez días para que se cumpla el mes.  Nunca había tenido necesidad de ir al pueblo antes de los 30 días.  Le gustaba esa rutina.  Dosificar las compras para asegurarse que le alcanzarían y pasar necesidades los últimos días con tal de no romper la única rutina que tenía. Pero ahora faltaban diez días y estaba desesperado.  Le ganaba la sensación de ansiedad.  Y sabía que no tenía nada que ver con el azúcar que se estaba acabando o con el café.  Sabía que esa necesidad de ir al pueblo tenía que ver con esos infinitos metros de tela color verde manzana que lo ahogaban todas las noches cuando intentaba dormir.  Cada día trabajaba más duro, se levantaba al alba y no se detenía hasta que caía el sol en busca del cansancio que por fin lo tumbara en su camastro, pero era inútil, no había vuelto a tener una noche pacífica de sueño desde que había escuchado la voz y visto la figura de ese ángel.

Sin embargo, necesitaba una excusa.  Para justificarse ante él mismo.  Nunca iba a aceptar que iba al pueblo por un motivo diferente al de las compras.  Anduvo enfurruñado un par de días pensando una buena razón, como si a alguien le importara lo que el raro de Raúl Orellana (así le decían algunos)  hiciera con su vida. Parte de su subsistencia la sacaba de una renta que llegaba desde la capital  y el resto, lo cotidiano, de la venta de huevos y hortalizas que llevaba y vendía en la  fonda o canjeaba por otros productos en el almacén.  Así que decidió de repente que necesitaba un par más de gallinas. Ahí está, esa sí era una buena razón para ir al pueblo.  Se miró en el reflejo de la pava, tenía el cabello largo por primera vez en su vida y la piel curtida por el sol.  Parecía un salvaje y no alguien que alguna vez había estudiado en una universidad y vivido en una mansión capitalina.  Y aquí estaba, en el medio de la nada, peinándose para ir a comprar gallinas.  No engañás a nadie, Orellana, se dijo a sí mismo.

Salió temprano y cabalgó a buen paso los primeros kilómetros, pero cuando ya faltaba poco para llegar los cascos del caballo parecieron volverse de plomo.  De repente se sintió confuso.  Llegaría al pueblo, compraría dos gallinas y ¿qué?  ¿Se pararía bajo la ventana buscando al ángel?  Iba a terminar en la cárcel por acosador.  Decidió dejarlo librado a la suerte.  Si el destino indicaba que debía volver a verla, lo haría, sin que él tuviera necesidad de buscarlo.

A partir de ese convencimiento se dedicó a disfrutar del aire fresco de la mañana, del arrebol del cielo de verano, del aroma de los campos segados y de la inmensidad.  Tardó mucho más tiempo del habitual en llegar y directamente a la casa de forrajes que estaba en la otra punta, cruzando el pueble de lado a lado.  Por supuesto que tuvo que pasar por la escuela para eso.  Para su completa desazón las ventanas estaban cerradas.  ¿A qué hora comenzarían las clases?  Consultó su reloj de bolsillo.  Eran las ocho y media.  El monograma en el reloj lo distrajo.  R.O.  sus iniciales y dentro de la tapa “Te ama, tu Amelia”.  Qué fortaleza debe tener un hombre para pasar de la felicidad más plena a la miseria más absoluta y volver a renacer una y otra vez, sin perder las esperanzas de volver a sentir algo algún día.  Entonces encontrarse de frente con el propio corazón vivo ante una visión inesperada.

Qué raro usted por acá a esta altura del mes, le dijo el forrajero.  Necesito dos ponedoras más, se excusó Orellana.  Cómo no, venga a verlas, están bien saludables.  Un montón de pollos en unas jaulas no parecían estar muy felices.  A Raúl Orellana no le gustan los bichos en jaulas.  Quizá porque él había sido uno.  Decidió comprar tres, sólo por tener la sensación de estar dándole una oportunidad de ser libre a un pollo más.  Se los pongo en una caja, esperemé un momento.  Prepárelos que vengo luego a buscarlos.  Está bien, como quiera.  Salió y caminó hacia el almacén, ya que estaba un poco más de café no le vendría mal y algunas velas.  En realidad era para salir a la calle y mirar hacia las ventanas de la escuela.  Ahora las ventanas estaban abiertas y algunos chiquilines se iban dirigiendo a ella.  El alma le volvió al cuerpo, casi creyó que ese día era festivo y no había clases.  Cargó en las alforjas las compras y retiró sus pollos que ató bien en la grupa del animal.  Luego revisó las cinchas y montó.  Emprendió el camino hacia la salida del pueblo al paso, para pasar por la escuela casi a paso de hombre.

Todo se desarrolló con tanta rapidez que no supo muy bien qué fue primero   Un carro grande cargado hasta el tope de bolsas de papa, que venía hacia la forrajeria había doblado el camino en forma imprudente y se había topado con una de las niñas que llegaban a la escuela.  Había intentado maniobrar para no atropellarla, pero estaba tan pesado que pronto hubo un carro volcado una niña sepultada bajo bolsas de papas, mujeres que gritaban, niños llorando, gente que salía de todos lados y su ángel que corría hasta donde estaba su estudiante gritando desesperada.  Sé quedó congelado.  Todo era como un recuerdo ya vivido.  Un automóvil conducido por un borracho había atropellado a su Amelia y ella…cuando quiso reaccionar sintió que alguien le tiraba del brazo para bajarlo del caballo.  No entendía ni escuchaba nada.  Se había perdido en sus recuerdos.  Alguien había quitado a la niña de debajo de las bolsas de papas y la había llevado en brazos a acostarla sobre el escritorio de la maestra y la persona que tiraba de su brazo era el forrajero.  Tiene que venir a ayudarla, venga apúrese.  ¿yo? Si, ustedes venga, lo empujaba a la escuela, usted puede ayudarla, no se quede ahí hombre.  Lo arrastró hacia la escuela, donde todos lloraban sin saber qué hacer y la maestra, tan pequeña, frágil y bonita sólo atinaba a limpiarle carita con un trapo mojado.  Dejen pasar, gritaba el forrajero, salgan a la calle, dejen espacio, permiso.  Señorita Pilar, deje que él la ayude.  Es médico.  Al escuchar esas palabras la maestra lo miró confundida, era el hombre de la ventana.  Usted.  El en cambio, estaba perturbado por escucharse llamar médico otra vez, y aterrorizado porque él ya no era eso.  Ese había sido otro Raúl Orellana, que había muerto en gran parte junto con Amelia y lo poco que quedaba había perecido en la cárcel purgando condena por matar al borracho que la había asesinado.  Así que no, ya no era médico.  Ahora rescataba pollos del encierro y plantaba zanahorias en medio de la nada.  Dejenme ir, yo no tengo nada que hacer acá.  Intentó zafarse del forrajero que lo empujaba hacia la  niña inconsciente.  Y fue entonces que sintió la mano del ángel tomar su mano y besarla.  Dios lo bendiga, doctor, por favor, salve a la niña.  Cualquier voluntad que tuviera se deshizo como si fuera nieve al sol.  No podía negarse ante ella, que lloraba desconsolada.  Se acercó a la niña, le tomó el pulso, le revisó las pupilas, le palpó el cuerpecito en busca de lesiones o fracturas.  Escuchó su corazón pidiendo silencio.  Y tomó el trapo mojado y se lo colocó en la frente.  Sólo está desmayada por el susto.  No tiene lesiones graves, va a estar bien.  Deberían llevarla a su cama, que descanse y no la dejen sola, va a estar muy confundida cuando despierte.  La maestra se arrojó a sus brazos, gracias, doctor, gracias, es usted un enviado de Dios.  Raúl Orellana la separó de su cuerpo consternado, le tomó la cara desde la barbilla, tranquila señorita, le secó una lágrima con el pulgar, todo va a estar bien.  Ella le mantuvo la mirada como si se hubiera vuelto de piedra.  Debo irme, dijo él y comenzó a caminar hacia la puerta.  ¿Cómo es su nombre, desconocido?  El se giró hacia ella.  Raúl Orellana, a sus órdenes, joven dama.  Ella caminó hacia él ya recuperada del primer shock y le tendió la mano.  Soy Pilar Hutton, del haras El Paraíso.  Él le tomó la mano a modo de presentación.  Un golpe de electricidad los recorrió a ambos.  Mucho gusto, señorita Hutton.  Conozco el haras, es un establecimiento impresionante.  Pase algún día, mi padre estará encantado de conocerlo cuando le cuente el gran servicio que me brindó hoy.  Prefiero no hacerlo, si me disculpa.  Soy hombre que aprecia mucho su soledad.  Lo entiendo y lo respeto, señor Orellana. Pero igualmente algún día, me gustaría que me contara su historia.  El corazón le dio un vuelco.  Le aseguro que la mía no es una historia para los oídos de una señorita como usted.  Si usted me permite, me gustaría decidir eso por mí misma.  El la saludó con un gesto de su mano y salió de la escuela a buscar a su caballo.  Montó sin mirarla y cabalgó fuera del pueblo sin volver la vista atrás, quizá porque sabía que si la miraba una sola vez, correría a ella, la tomaría por la cintura, y se la llevaría hasta su rancho para no dejarla volver nunca.  Ella en cambio, no dejó de mirarlo hasta que desapareció por completo en el horizonte.




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