CAPITULO 12
Adolfo Hutton llegó a su casa, se sirvió un whisky para calmar los nervios y se sentó sólo en su estudio. Necesitaba decidir qué hacer con esa chiquilla que intentaba arrastrar por el fango el apellido familiar.
Lo primero que hizo fue llamar a los Lezama, padre e hijo. Estos se presentaron esa noche, sin faltar. Si Hutton convocaba era por algo importante.
-No voy a andar con vueltas- les dijo una vez que se sentaron y los cigarros fueron encendidos. –Necesito saber si sigue en pie la idea de que Adrián y Pilar contraigan matrimonio.
-Por supuesto, Adolfo, sabés que es así desde siempre y además Pilar se ha convertido en una mujer muy hermosa y mi hijo no podría ser más afortunado.
El joven dejó que su padre hable por él, pero asintió en todo momento. Pilar le gustaba mucho.
-Pero qué pasaría si les dijera que mi hija y ano es virgen.
Los ojos de los otros dos hombres se abrieron como platos, se miraron uno al otro
-¿De qué hablás, Adolfo? ¿Qué ha sucedido?
Adolfo Hutton les relató los brevemente, tratando de ahorrar los detalles más escabrosos.
Adrián se puso rojo de indignación.
-¿Cómo pudo? Lo voy a matar
-No hace falta que perdamos el temple, Joven Lezama, vos sabés que yo tengo sangre caliente y casi lo mato con mis propias manos en el destacamento, pero el jefe policial me aseguró que mañana a primera hora se lo llevarían nuevamente a la cárcel, de donde nunca debieron dejarlo salir.
-¿Es necesario que repita la pregunta, a la luz de esta nueva información?
Padre e hijo se miraron y pidieron conversar un minuto a solas.
Adolfo ya se imaginó como terminaría la cosa, pero estaban en todo su derecho. Así que los dejó para que conversen. Afuera estaba Correa, que le informó que había cumplido su tarea y de que la señorita Pilar estaba encerrada en su recámara desde que habían regresado.
De haber sabido del mensajero que viajaba con las cartas hacia la ciudad lo hubiera informado, sin dudarlo, pero la discreción de Irene hizo que nunca lo supiera.
Manuela que andaba por ahí haciendo como que limpiaba, había escuchado la primera parte de la conversación que se había producido en el estudio y ahora intentaba saber qué decidían los Lezama. Nunca los candelabros que se hallaban sobre la chimenea se habían visto tan limpios.
Los Lezama fueron tajantes aunque más razonables de lo que Hutton hubiera esperado.
Adrián accedía a casarse con ella, siempre y cuando no estuviera encinta.
Los Lezama no aceptarían un bastardo en su familia. Así que esperarían un par de meses a que las habladurías inevitables se aplaquen y tras un examen médico que les garantizara que no llevaba en su vientre la mala semilla de Orellana, anunciarían su casamiento.
Sellaron el pacto con una copa de whisky y un apretón de manos.
-No voy a casarme con él.
Cuando las visitas se retiraron, Hutton se dirigió a la habitación de su hija que era ahora su celda.
-Vos no vas a decidir. Mira a donde te llevan tus decisiones!
-Prefiero morir, me quitaré la vida si me obligan.
-Ya caí en es truco tuyo cuando querías estudiar. No debí haberlo permitido entonces. Todas las ideas libertinas las trajiste de la ciudad. Envié una niña de su casa y me regresaron una cualquiera.
-Basta, padre, no diga cosas de las que pueda arrepentirse
-¿Yo? Vos sos la que vas a arrepentirte. Y rezá para no estar preñada de ese bastardo porque ahí sí que ni los Lezama van a dar un peso por vos.
En ese momento dejó de escucharlo. No lo había pensado. Por supuesto que sabía cómo funcionaba la reproducción humana pero hasta que su padre lo había mencionado no había caído en la cuenta de que era una posibilidad. Y tal como su padre indicó cayó de rodillas y comenzó a rezar en silencio.
-Me alegra ver que has conservado un mínimo de temor de Dios y de decencia. Reza hija, reza por tu alma.
El padre salió cerrando la puerta con traba.
Pilar siguió rezando en su corazón para que si lleva un hijo de Raúl en las entrañas pudiera desarrollarse y crecer. Si tenía un hijo suyo, nunca más estaría sola. Y ese niño le daría fuerzas para luchar hasta volver a reencontrarse con su amado.
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Varias cartas fueron entregadas y un joven y leal criado envió un telegrama a su ama. Había acabado su misión. Una carta era para su padre. Y las otras dos para un juez y un ex gobernador. En todas ellas destacaba la valía de la persona de Orellana, lo importante que era este hombre para su hija y el hecho de que su desgracia había sido un desafortunado accidente.
Mientras las cartas generaban acciones y reacciones, él ingresó nuevamente en San Ambrosio, donde fue confinado en solitario, en una celda ínfima, oscura e inhumana.