Inesperado y Precioso

Capítulo 1

Si había algo que caracterizaba a Brett Russell era su genuina preocupación por el mundo que lo rodeaba. Desde pequeño había visto pasar tantas injusticias frente a sus ojos que un día decidió que tenía que hacer algo para evitarlas o en todo caso, remediarlas. Fue así como a sus dieciocho logró cambiar el destino que su familia le había impuesto e ingresó a la universidad en busca de una meta: hacer la diferencia. Se metió de lleno en la abogacía. A pesar de los tropiezos, Brett avanzó hasta tercer año, pero terminó dejando a la mitad. Un suceso corrompió sus planes, decidió que la profesión no estaba hecha para él y a sus veintidós, ingresó a una tecnicatura en emergencias médicas. Estaba seguro que ese sí era su lugar. Su corazón se convertía en llamas cuándo la ambulancia recorría las calles a toda velocidad, listo para socorrer a quien lo necesitara. Era tal su habilidad y buen desempeño, que integraba un equipo de rescatistas que acudían a diversos accidentes o catástrofes que ocurrían en la ciudad. Brett, de veintisiete años, era el más joven del grupo.

Por suerte, no sucedían tragedias a diario. Había días en los que ocurrían accidentes que tenían un final feliz, jornadas tranquilas que no incluían riesgos de muerte. Esa noche, Brett colaboraba en un refugio comunitario, se había ofrecido a trasladar donaciones de comida para la gente que pasaría la noche ahí. Se encontraba al inicio de una larga fila, donde entregaba un tupper -que contenía un sándwich de jamón y una fruta- a cada persona que pasaba.

—Ey, Brett. ¿En algún momento descansas? —preguntó Cristina, la mujer de cincuenta y tantos que dirigía el refugio—. Ve a casa a dormir. Nosotras seguimos.

—No te preocupes. Tengo energía suficiente para terminar —afirmó.

—¿Seguro?

—Seguro. Queda Brett para rato —le guiñó un ojo, seguido de una sonrisita.

La mujer, entre encantada y divertida, negó con la cabeza.

—¿En serio no tienes nada mejor qué hacer? ¿Alguna chica esperando? —bromeó. Brett llevaba más de tres horas en el refugio. Antes de entregar las raciones de comida, había ayudado con la organización, incluso armó un par de camas nuevas.

—¿Estás intentando deshacerte de mí, eh? Empiezo a creer que no les gusta verme por aquí.

—Todo lo contrario, chico. Nosotras encantadas en que vengas a dar una mano, pero también queremos que tengas una vida —lo atacó sin maldad. El muchacho era querido, no obstante, a veces les preocupaba que no hiciera lugar para hacer planes con gente de su edad—. Salir con alguien no te vendría nada mal. ¿Has visto a Emilia? Le atraes —comentó lo último en voz baja—. Podrías llevarla al cine. Incluso a bailar.

Emilia llevaba un mes como voluntaria y tenía su edad. Solían cruzarse los miércoles y viernes por la noche, de hecho habían entablado un par de conversaciones. Le parecía una chica linda y agradable, pero no estaba en sus planes invitarla a salir. Se rascó nerviosamente la nuca, pensando en cómo evadir el tema.

—No creo que...

—¡Álex, ven aquí! ¡Álex! —se escuchó un grito desaforado que provenía de la calle—. ¡Es mi hijo! Ayuda, por favor.

Brett disparó hacia el exterior, donde se topó con una joven mujer que sostenía entre sus brazos un bebé de meses. A juzgar por sus ojeras, la piel pálida y la delgada contextura física, se veía cansada. Su mirada repleta de impotencia, enseguida conectó con la del muchacho.

—¿Qué pasó?

—Es mi pequeño, Álex. Salió corriendo atrás de un cachorro. Alguien debe detenerlo, solo tiene siete años —murmuró desesperada. Cristina, que también había llegado a la escena, la sostuvo con cuidado. Parecía que iba a desmayarse.

—Quedate tranquila. Lo traeré —aseguró.

—¡Álex! —gritó y echó a correr, siguiendo al pequeño que se dirigía hacia la transitada carretera.

 

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Si había algo que caracterizaba a Amelia, era su capacidad de tomar decisiones. Lo hacía con tanta firmeza que raras veces se arrepentía. El día que puso un final a su matrimonio de tres años, supo que todo cambiaría. La vida que construyó con tanta dedicación desapareció en un parpadeo. Tuvo que dejar su casa, ese hogar que se había esmerado meses en decorar, planeando cada pequeño detalle. Tuvo que dejar su vida social, perdiendo esos vínculos que alguna vez supo llamar amigos. Tuvo que cambiar rutinas, costumbres, abandonar proyectos, aceptar que había perdido.

A un mes de la separación podía rescatar que su vida empezaba a recuperar cierta forma. Comenzó a sentir como suyo el departamento que rentó, ese que al principio le resultaba frío y vacío. Obtuvo más horas en el trabajo solo para mantener la cabeza ocupada y fortaleció su amistad con Zoe, quien había sido su mejor amiga desde la facultad. Y aunque a veces su corazón herido la hacía llorar de angustia a mitad de la noche, poco a poco ganó energía suficiente para retomar el ejercicio.

A veces salía a correr durante las mañanas, pero de vez en cuando prefería los atardeceres. Luego de efectuar el recorrido, Amelia decidió que era tiempo de volver a casa. Empezó a trotar, apreciando el aire fresco que golpeaba su cara, pensando en lo placentera que sería el baño que tomaría al llegar a casa.

—¡Eh, ten cuidado! Es mi perrito —Amelia se detuvo en seco, contempló que ante sus pies había un cachorro peludo y negro azabache, que respiraba agitado con la lengua afuera. Seguido, le echó un vistazo al pequeño que aclamaba al animal—. Oreo, no te vayas. ¡Quieto, Oreo!

La mujer se puso en cuclillas y sostuvo al cachorro que respondió con alegría dándole un lametazo en la mejilla. Amelia rió.

—Es un encanto —sonrió—. Aquí tienes. Sin dudas quiere estar contigo —le entregó al cachorro, que el niño sostuvo con dulzura—. ¿Están solitos? —preguntó extrañada. Se dio cuenta que el infante no pasaba los ocho años.




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