Cada vez que vestía el uniforme azul oscuro, Brett se convertía en la clase de persona que corría hacia el peligro. A diferencia de la mayoría del mundo, él y su equipo no huían de los riesgos, iban tras ellos. Aquel trabajo tan particular le gustaba por dos razones: podía sentirse un hombre fuerte y, al mismo tiempo, podía ayudar a la gente. Esa noche viajaba en la ambulancia junto a Ruby, una pelinegra que tenía un verdadero talento para conducir y su compañero Leo, un hombre que rondaba los treinta y cinco años. Brett aún seguía sintiéndose como el «nuevo» del equipo, aquel que llegó al último y que además, era el más jovén. Sin embargo, su excelente comportamiento y profesionalismo, le habían hecho ganar la confianza del resto. Por supuesto que cometía errores, pero su jefe Eric, destacaba que, al final, sabía aprender de ellos.
¿La emergencia de esa noche?
Una mujer había sido atacada en su apartamento.
Ruby se detuvo frente al complejo de apartamentos, detrás de la patrulla policial que mantenía las barras de luz azules encendidas. Se quedó en el interior del vehículo, mientras Brett y su compañero descendían.
—¿Dónde está? —preguntó a uno de los oficiales que se encontraban en la entrada del modesto edificio. Había vecinos fuera—. ¿Qué tan grave es?
—Quiso quedarse en su apartamento. Es el 308 —explicó—. Ella está bien. Aparentemente son heridas superficiales.
—¿Ya saben qué pasó?
El oficial se encogió de hombros, actitud que desesperó internamente a Brett.
—El encargado de seguridad se quedó dormido y un tipo se metió. Está en las cámaras, pero ella no quiere poner una denuncia. Así que no tenemos nada que hacer aquí.
—¿Nada? Podrían salir a buscarlo, ¿no? Ahí afuera podría atacar a alguien más —sugirió. Aunque más que una sugerencia sonó como un reclamo. El agente colocó una expresión de pocos amigos y dio un paso adelante, dispuesto a hacerle frente. Leo intervino, tomó a Brett del brazo y lo tiró hacia atrás, impidiendo cualquier altercado.
—Nuestro trabajo está ahí dentro —recordó—. Cálmate.
Brett asintió, pero su interior estaba alborotado. Apretó la mandíbula, reprimiendo ese sentimiento de furia que acababa de encenderse y lo esquivó, dirigiéndose al interior del edificio. Tomaron el ascensor, rumbo al tercer piso. Llegaron de inmediato y se movieron hacia el departamento número ocho, que tenía la puerta entreabierta. Al ingresar, distinguió el aroma a vino dulce, mezclado con aroma a jazmín. El espacio se encontraba impecable, excepto por los trozos de vidrio junto a las gotas de sangre derramadas sobre un sector del piso.
—Oh, al fin. Los estábamos esperando —murmuró una señora septuagenaria que vestía un largo saco de lana marrón. Su voz sonaba arduamente preocupada—. Me quedaré contigo —se dirigió a la mujer rubia que estaba sentada en la esquina de un sofá blanco.
—Está bien, Mary. Puede irse, por favor. Debería ir a descansar.
Amelia agradecía su amabilidad, no quería ser grosera, pero estaba completamente avergonzada. Deseaba con todas sus fuerzas que aquella vecina a la que solo había cruzado un par de veces, se marchara. Deseaba incluso, que la tierra se la tragara, desaparecer, esconderse en un sótano durante meses o mudarse a un extremo del mundo donde nadie la conociera. A pesar del dolor, no podía dejar de torturarse con la idea de lo que pensaría la gente al día siguiente. «Todos hablarán de mí. De lo que pasó. Harán suposiciones. Seré el tema de conversación. La mujer nueva del edificio que fue atacada». Su corazón latía repleto de temor mientras imaginaba ese posible escenario.
—No. ¿Cómo voy a irme? Me quedaré hasta mañana si es necesario —insistió. Aquello la puso más nerviosa. Además, no podía elevar la mirada hacia los paramédicos que acababan de llegar. Se las hubiera arreglado por su cuenta, pero las heridas en su espalda dolían y no las alcanzaba.
—No se preocupe, señora. Nos ocuparemos —intervino Brett—. Necesitamos que se retire para hacer nuestro trabajo.
—¿Segura?
—Sí. Estaré bien —respondió. Por primera vez, dirigió los ojos hacia el par de hombres que acababan de ingresar. Se encontró con ese rostro conocido, familiar... Brett. Entonces, percibió un alivio instantáneo, como si supiese que estaba en buenas manos. Apenas lo había visto en dos ocasiones, pero él transmitía una clase de confianza inexplicable.
No tuvo miedo.
Indecisa, Mary se despidió con un asentimiento de cabeza y se marchó. Brett, que seguía de pie junto a Leo, su compañero, se puso en cuclillas frente a la mujer que continuaba sentada en el sofá. Ella no lo notaba, pero temblaba ligeramente. Tenía una herida en una esquina de la frente, había sangre salpicada en su camisolín de seda. Durante un instante, notó que su mirada estaba clavada en el desastre que había en el suelo.
—¿Amelia? —habló suave. La reconoció. Sí, lo hizo. Aunque esta vez lucía vulnerable y asustada, seguía siendo preciosa—. ¿Cómo te sientes?
—¿Eh? —salió del trance. Apartó la mirada del lío que le rememoraba al ataque—. Lo siento. Bien. Creo —titubeó. Los ojos se le habían humedecido—. ¿Qué haces aquí, Brett?
—Es mi trabajo —sonrió con calma—. ¿Puedes decirme si tienes otras heridas? Además de la que tienes aquí —sus dedos rozaron ligeramente su piel lastimada. Ella asintió, luego su mirada se perdió en lo bajo, reprimía las ganas de llorar—. Tranquila. ¿A dónde más te duele?
—En la espalda —contestó.
—¿Te parece si vamos a otro sitio más tranquilo para curarte?
Amelia asintió. No le agradaba aquel escenario. Le producía escalofríos, le hacía revivir el momento traumático, le causaba una angustia desmesurada. ¿Cómo habían llegado hasta ese punto?
—Podemos ir al cuarto —sugirió. Brett la ayudó a ponerse de pie, la sostuvo con cuidado de la cintura. Antes de encaminarse, él se dirigió a su compañero.